Se acomodó en el sofá, bajo la manta. Adoraba las tardes lluviosas en las que simplemente se quedaba allí, medio tumbado, escuchando música acompañada de las gotas, que golpeaban el cristal como si quisieran que las dejaran pasar.
Ese día sonaba la radio, por fin había encontrado una buena emisora en la que sonaba mucha música y los locutores hablaban poco, lo justo. La mente vacía mientras voces, agudos y graves, bajos y melodías, viajaban hasta sus oídos. Una tras otra iban llegando y las disfrutaba sin preocupaciones, sin pensar en el mensaje, sólo sonidos más o menos armoniosos.
Un segundo, nada más y, posiblemente, menos, le hizo falta para reconocer lo que sonaría a continuación. Sus ojos grises se agitaron bajo los párpados y la respiración se le aceleró. El viaje el tiempo sucedió casi instantáneamente. Ya no estaba en su pequeño piso, no. Podía ver la piscina a través del ventanuco del castillete en la casa de su amigo, las estanterías llenas de herramientas de todo tipo. El olor a serrín, pintura y cola lo impregnaba todo. Entre sus manos, polvoriento, tenía un viejo radiocasete, que nadie sabía porqué continuaba funcionando. Tras él, sus compañeros de juego preparaban la mesa con todo lo necesario: libros, figuras, dados, plantillas, metros y las listas, las preciadas listas con las que intentarían sorprenderse unos a otros y ganar la partida. Las caras de sus amigos, años borrosas en su memoria, se presentaban ahora nítidas como una fotografía nueva; podía contar las pecas, las espinillas, ver si estaban más o menos peinados. Incluso podía sentir la textura rugosa y áspera del tablero.
La canción terminó. En la radio había comenzando otra, pero ya no estaba allí, estaba en otro lugar, en otro momento.
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