martes, 25 de diciembre de 2012

El Enigma del Ladrón de Quesos (4) Desenrollando la Madeja.

Allí estábamos los dos, sentados en un banco en plena estación de tren de un pequeño pueblecito al sur de Italia, esperando. Alguien había robado de mi mochila la bolsa con los quesos. Podríamos haber ido a la policía, posiblemente es lo que deberíamos haber hecho, pero, por un lado no eramos capaces de dejar pasar la oportunidad de resolverlo y por otro, casi con toda seguridad la policía no habría hecho nada.

La aguja larga se deslizaba lentamente. De vez en cuando una voz salía de los altavoces. Habíamos tenido el tiempo suficiente para hacer memoria. Desde que saliéramos de Bari fueron cuatro paradas hasta nuestro destino. El vagón en ningún momento había estado demasiado lleno, como mucho diez personas. Un viejo de gafas redondas y cristales gruesos que viajaba en el asiento más cercano a la salida en el mismo sentido del trayecto, dormitando apoyado sobre a ventana durante todo el trayecto y que había continuado la marcha después de bajarnos nosotros. Una pareja cercana a los treinta con vestimentas de sport y de nylon posiblemente, candidatos por el material pero no por el color, abrigos plateados frente al hilo azulado, y porque nunca habían estado cerca de nuestros asientos. Dos señoras que hablaban demasiado rápido y muy alto, con ropas de color oscuro que se montaron y bajaron a la vez que nosotros. Un grupo de chavales de instituto. Una chica que no paraba de hablar por el móvil con un jersey rosa chicle, justo detrás de nosotros y un joven, veintiuno, con un chandal nike blanco y azul, con una mochila al hombro. También tenía el pelo corto y moreno y su cara era bastante ancha y cuadrada. Sus hombros estaban bastante elevados y la espalda ancha, por lo que era fácil deducir que le gustaba machacarse en el gimnasio. Éste era nuestro mejor candidato. Había tenido tiempo, la oportunidad y bajó del tren en la misma parada que nosotros. Aunque eso sí, el motivo seguía siendo un misterio.

Puede resultar raro que haya hecho esa descripción tan clara de todos los que iban en el vagón con nosotros, pero, como decía antes, la fuerza de la costumbre es increíblemente poderosa y, aunque no quiera, mi mente está tan acostumbrada a fijarse en todo que luego solo tengo que recordar y, anotar. Y además, no estaba sólo, éramos dos, por lo que poco se nos podía escapar.




-¿Estás segura de lo que te ha dicho?-pregunté a mi colega. Ella había estado hablando un buen rato con un hombre que parecía trabajar en la estación, ya que vestía el traje típico de los revisores y estaba allí al bajar y seguía estando cuando regresamos. El hombre se había mostrado increíblemente cooperador.  Hay tipos por ahí realmente convincentes, capaces de obtener respuestas de casi todo el mundo, porque simplemente provocan pánico; pero estos a veces fallan. Sin embargo, una cara bonita con una buena mirada y una sonrisa estudiada es la llave perfecta para cualquier secreto. Las mujeres como mi colega son las que realmente me dan miedo. No creo que nadie pueda guardarles un secreto, lo que a veces tengo que reconocer, no hace que me sienta tranquilo. Aunque, afortunadamente, ella no abusa de ese arma, aunque podría.
-Completamente.-me contestó segura. Tenía que creermelo porque mi conocimiento de italiano era menor que cero y allí el inglés, como ya dije, es un idioma no demasiado extendido, igual que en mi querida tierra natal. Además, sus años de experiencia eran tantos como los míos. Si había algún error sólo podía estar en la fuente y, en un proceso como el que estábamos siguiendo, eso ocurre más a menudo de lo que nos gustaría.
-Entonces esperaremos.

La manecilla larga se puso en el doce, dando las cinco en punto. Un tren pasó de largo con estruendo y levantando una ventolera. Daba cierto miedo cuando los vagones pasaban a toda velocidad. Estaba absorto, viendo como se alejaba cuando mi colega me dió un leve codazo para llamar mi atención.
-Mira.-seguí su mirada hasta dar con la mujer del móvil. Estaba hablando.
-¿Y si le preguntas?
Realmente no hacía falta que hiciera la sugerencia. Mi colega ya estaba en pie, acercándose a la mujer. Lo hizo disimuladamente y, justo cuando colgó, le preguntó algo. No lo entendí pero tuvo que ser gracioso, porque ambas rieron un poco. Dejé de prestar atención con los oídos, frustrado.
-¿Qué te ha dicho?-pregunté cuando regresó.
-Pues que el chico cogió un par de bolsas de debajo del asiento.
-La próxima vez pondré la mochila arriba o en el asiento donde pueda verlas.
-También me ha dicho que suele hacer este trayecto una vez al mes, igual que ella.
-Una chica observadora.
-Todas las mujeres lo somos.-sonrió con cierta malicia.
No sabría concretar si es algo que mi colega creía así o si lo dijo más por meterse un poco conmigo. Pensándolo bien, posiblemente por ambas razones.

La mujer del móvil tenía razón, el chico apareció con su mochila al hombro. Ahora presentaba un aspecto cansado. Decidimos observarlo. No teníamos pruebas de que hubiera sido él, aún debíamos conseguirlas. El tren llegó unos pocos minutos después, nos montamos en el mismo vagón.

sábado, 22 de diciembre de 2012

La...

Lo mejor de aquella noche no fue acariciar tu cabello. Tampoco el tacto de seda de tus labios de un delicado rosado. Ni el perfume dulce de tu piel que saboreaba con las manos, perdidas en los caminos de tu cuerpo como un viajero curioso e inquieto. Y siquiera podría ser el calor tibio de nuestros cuerpos mientras se amaban el uno al otro como si tuvieran una mente propia y ajena, pero faltaría a la verdad. Si bien nada de eso podré olvidar jamás, lo mejor fue la sonrisa de tus ojos.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

La Canción del Bosque (2)

 Capítulo 2, Salmoralo

  La carreta crujía cada vez que las ruedas pasaban por un adoquín mal colocado o un pequeño bache, dando la impresión de que fuera a desmontarse allí mismo.
   En su equipaje Elbert llevaba una carta del rey con la que podría conseguir ayuda en caso de necesitarlo, o eso se suponía; y otra de su tesorero, Loturo, un hombre de aspecto enfermizo y mal encarado, que debía presentar al conde regente de Bahialuna para que le proporcionara cuantos fondos fuesen precisos. Suspiró resignado. No era la primera vez que trataba con la nobleza y siempre ocurría lo mismo, daba igual que el título fuera rey, conde o barón, todos querían siempre llevar a cabo proyectos, caros, sin soltar oro alguno.
   La visión de la enorme extensión de playa que era Bahíaluna en la distancia, perdiéndose a lo lejos, hizo que se detuvieran. Era algo que merecía la pena saborear. La arena entre blanca y rojiza, el mar cristalino, entre azul y verde, acariciando la costa con unos dedos suaves e intensos, como los de un amante entregado. Las nubes de algodón sobre el cielo, viajando rápido a ninguna parte. Podían incluso sentir el olor del agua y la sal, en la piel y en la boca. Las casas blancas y el puerto se integraban perfectamente en la escena, como la uña con el dedo.
-Es preciosa.-dijo en voz baja, cautivado, Elbert.
-¿No la habiáis visto nunca?.-el cochero de la carreta sonrió, apacible.
-No desde aquí, siempre he ido en barco.
-Una imagen también hermosa, pero no como esta. No como esta.
-Para nada.
-Creo que deberíamos continuar, el rey no admitirá retrasos.
   Casabastro, uno de los hombres que Peltos había puesto al servicio de Elbert, rompió la magia del momento. El carretero chasqueó suavemente el látigo y los caballos se pusieron, mansamente, en marcha.

  El palacio del conde de Bahíaluna era una mezcla entre, las nuevas tendencias de ventanales amplios y paredes rectas y, las antiguas tradiciones de muros gruesos de piedra, con pequeños ventanucos. Posiblemente el resultado de múltiples reconstrucciones época tras época.
  Varios heraldos, con vistosos trajes de colores, salieron a su encuentro para darles la bienvenida antes de alcanzar la puerta en los muros.

  La estancia donde lo condujeron era amplia, libre de columnas y la pared frente a la entrada era casi por completo un enorme ventanal con vistas a la playa, al puerto y al mar. En ella esperaba un hombre de piel endurecida por la sal y bronceada por el sol, cabello negro y espeso, recogido en una cola que le llegaba hasta el final de la espalda. Con los ojos del color de la mañana, pero con un brillo de peligro tras ellos. Sus ropas eran de un azul profundo e intenso, salpicadas de detalles en plata que recordaban las olas de un día de marejada salpicada de peces con miradas esmeraldas y granates.

-¡Oh, mi querido Elbert!-la sonrisa amplia y cálida lo tomó por sorpresa.-Soy el conde Salmoralo. ¡Bienvenido a Bahíaluna! Nuestro querido rey envió varias palomas avisando de que vendriáis.
-Gracias por este recibimiento, conde.-hizo una reverencia acusada. No le había pasado inadvertido que un banquete, en su honor, estaba siendo preparado mientras hablaban.
-Sólo Salmoralo, el título de conde es, a veces, demasiado pesado y, en esta ocasión no hay causa para tener que llevarlo. Y yo puedo llamaros Elbert, ¿verdad?
-Desde luego, conde... Salmoralo.-sonrió torpemente.-Tengo una carta para vos del administrador Loturo.
   Sacó el sobre de papel, un tanto humedecido. El conde lo cogió y lo dejó en una mesa sin abrirlo.
-Seguro que adivino lo que dice, he de proporcionaros todos los medios que preciséis para vuestra investigación. Y todos sabemos que eso siempre se reduce a dinero. Lo único que pone en las cartas de Loturo es: ¡"Entregad vuestro oro"!. Es como un bandido que, en vez de apuntar con una ballesta, lo hace con el sello real.
  Si no hubiera sido por la seriedad con la que el conde hablaba, Elbert habría esbozado una sonrisa.
-Pero no dejaremos que eso nos quite el buen humor, siempre es motivo de celebración que un agente de su majestad venga a hacer asuntos a la humilde ciudad de Bahíaluna, la más bonitas de todas las de Ririan.
-Desconozco si el rey Peltos opinará lo mismo, pero yo tengo que reconocer que la belleza de este lugar es diferente a todas las que he tenido el placer de vislumbrar.
 Salmoralo pareció satisfecho con la respuesta.
-¡Vamos! Un banquete aguarda.-sonrió.-Espero que os guste el pescado.
-Por supuesto.
-Bien, seguidme entonces.

sábado, 15 de diciembre de 2012

El Aprendiz...



-¡Oh, maestro Lea! Al fin os he encontrado. No ha sido una tarea fácil.
-¿Siempre os titubea tanto la voz o es porque no esperabais encontrar a una mujer?
-Reconozco que eso me ha turbado unos instantes, pero no. Lo cierto es que no esperaba hallaros en un lugar… como este.
-No es especialmente sensato juzgar el hogar de quien no conoces y al que deseas pedir algo, ¿por qué vienes para eso verdad?
-Desde luego no pretendía tal cosa, os ruego que me disculpéis, es sólo que son tantas las canciones que se cuentan sobre vuestra grandeza y maestría que resulta imposible imaginar que viváis en esta humilde cabaña. Y, el rubor en mi cara os habrá contestado vuestra pregunta.
-Sí que lo ha hecho, pero poco me importa; no puedo evitar sentirme ofendida ante vuestras palabras, ¿acaso no es mi salón digno de vuestra presencia? ¿Indigno de hasta un lugar que sólo existe en vuestra imaginación?
-De nuevo os pido que perdonéis mis palabras, mis gestos y la mirada a vuestras vacías paredes.
-¿Sois incapaz de contener vuestra lengua? ¿Tenéis algún tipo de problema en el cerebro? ¿O acaso carecéis de él? No, no hagáis ni el más mínimo intento de interrumpirme o puede que perdáis algo que no queréis perder. ¿Cuál es vuestro nombre? ¿Y cuál vuestro linaje?
-Soy Julios Piedrasverdes, tercer hijo del barón de Piedrasverdes.
-Sólo el tercer hijo de un barón, un don nadie que se cree capaz de valorar donde descansa una leyenda, alguien que blandió las doce espadas y que venció al más grande de los grandes, Íbar Hoja del Oeste. Julios Piedras verdes, salid de aquí de inmediato y regresad solo cuando vuestra boca no sea más rápida que vuestro pensamiento.


-¡Oh, maestra Lea! Han pasado quince meses, quince meses en los que no he parado de lamentar mis desafortunadas palabras, quince meses en los que he intentado a cada instante encontrar las palabras adecuadas para pedir vuestro perdón, quince meses en los que he trabajado y aprendido para hacerme digno de vuestras palabras.
-Reconozco que habéis mejorado, aunque veo en vuestros ojos un eco de orgullo, de satisfacción, como si pensarais que con unas pocas frases bien pensadas pudierais borrar todo lo que dijisteis la vez anterior; pero está bien, consideraré que todo lo que habéis dicho es cierto y, os pregunto, ¿qué deseáis que os enseñe?
-El secreto de la espada.
-Tan rápido contestáis, ¿es algo qué hayáis considerado detenidamente? Porque os lo advierto tercer hijo del barón de Piedras verdes, es un camino peligroso, largo y solitario.
-Estoy dispuesto a aceptar todo lo que en ese camino pueda encontrar.
-Tenéis demasiada seguridad, demasiada.
-Si no fuera así jamás habría podido volver a presentarme en vuestro salón.
-Los modales que traéis han mejorado, pero aún tengo dudas.
-¿Dudas? ¿Por qué? Si tan sólo me permitieseis demostraros lo que puedo hacer.
-Si lo que hagáis puede impresionarme, entonces, ¿qué necesitáis aprender de mi?
-¿Acaso es una burla?
-No, sólo una pregunta sincera.
-En ningún momento he querido insinuar que podría asombraros de alguna manera, nada más demostrar que soy digno de vuestro tutelaje.
-No está mal, pero no penséis que porque haya sonreído os tomaré como aprendiz, es posible que nunca lo haga.
-¡Por qué me atacáis?
-Quería saber únicamente cómo de rápido erais y, aunque hayáis bloqueado mi espada y eso os llene de orgullo, os diré que volváis cuando vuestro filo no sea más rápido que vuestra cabeza.


-¡Oh, maestra Lea! Tras quince meses he regresado, mi lengua, ni mi espada, son más rápidas que mi mente, ¿me permitiréis entrar a vuestro salón?
-Pasad, tercer hijo del barón de Piedrasverdes, para que pueda comprobar si lo que decís es verdad.
-Gracias, maestro Lea.
-¿Cómo pensáis demostrarme todo eso? Y, antes de que me deis una respuesta, dejadme advertiros que será la última vez que os deje traspasar mi puerta. Incluso acercaros a esta casa.
-Confío en que esta vez me juzguéis digno.
-Puede que haya esperanza, confianza humilde… ¿Pero porqué sacáis vuestra espada? ¿Pensáis desafiarme? Eso únicamente os granjeará una muerte rápida y, desde luego, no servirá para que crea lo que habéis dicho para que os dejase entrar.
-Reconozco que no he hecho nunca, en verdad, nada para granjearme un gramo de confianza en mi como aprendiz, pero en todo el tiempo que ha pasado al fin he aprendido algo.
-¿El qué? ¿A blandir una espada?
-No.
-Creí que no seríais nunca capaz de aprenderlo. Acabáis de asombrarme y eso no es fácil de conseguir. Puede que sea vuestra maestra, pero antes contestadme una pregunta ¿por qué habéis enfundado vuestra espada?
-Porque es el único sitio donde debe permanecer una hoja afilada, en su funda.
-Una respuesta pausada, donde el cerebro fue más rápido que la boca o la mano. A partir de ahora no sois más Julios Piedrasverdes, el tercer hijo del barón Piedrasverdes. Vuestro nombre será Inar, la primera palabra del lenguaje de las espadas.
-Gracias, maestra.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Cuando...

Cuando mis oídos te acarician y, mis labios te miran y, mis ojos te oyen; entonces... Lo sé.

lunes, 10 de diciembre de 2012

La Canción del Bosque (1)

Capítulo 1. El Mandato del Rey.

El palacio del monarca de Ririan era uno de los más grandes y opulentos de todo el imperio de Tursan. La corte del rey Peltos Rocaoro destilaba riqueza y elegancia por todas partes, por eso Elbert, humilde erudito, se sentía abrumado. Sus ojos se posaban en cada tapiz, rematado siempre en oro, que colgaba en un pasillo. Las armaduras que adornaban los huecos siempre presentaban joyas engarzadas, en el peto, en los guantes o en las doradas empuñaduras de las armas que sostenían los guerreros vacíos. Hasta los ropajes de los criados eran de seda, rematados en plata. En esos momentos, Elbert estaba completamente absorto en los dibujos del faldón del hombre que lo guiaba.

Se detuvieron ante una enorme puerta, custodiada por dos enormes guardias. El criado la abrió y le cedió el paso.
-Su majestad os espera dentro.
Asintió nerviso antes de cruzar el umbral.

En su cara se pintó de asombro. Los techos abovedados eran increíblemente altos y, cada uno, presentaba una pintura de increible realismo. Los capiteles de las columnas refulgían con dorado. Y, frente a él, una ventana toda de cristal se abría, dando paso a un balcón gigantesco. No podía creer que estuviera en los aposentos personales del rey.
-Venid, pasad.-llamó desde el exterior.
Peltos Rocaoro se quedó parado, mirándolo con curiosidad y esbozó una mueca de disgusto.
-No os imaginaba tan joven.-suspiró.-Levantáos y tomad asiento.
Obedeció de inmediato cesando en su reverencia y se sentó. Se mantuvo callado, no había estado mucho en la corte pero sí lo suficiente como para saber que no debía hablar a menos que se le preguntar algo directamente o, se le diera permiso.
-Según he oído os jactáis de conocer casi todas las leyendas del reino y más allá.-Elbert asintió tímidamente.-Incluso, que habéis ido en busca de alguno de estos mitos y cuentos.
Volvió a mover la cabeza arriba y abajo, por la voz del rey le resultaba evidente su desaprobación.
-Aunque me parezca una locura, necesito que salgáis en busca de una de estas fábulas para mi.-tocó una campanilla y aparecieron, casi al instante, varios criados.-¿Queréis algo de beber?
-Un té estaría bien.-balbuceó.
-Vamos, rápido, traedlo y también una manzanilla. Y no olvidéis las galletitas, vamos, vamos.-se giró y quedó dándole la espalda, mirando toda la ciudad de Edirian que se desparramaba ante ellos, visible desde el balcón.-¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Muchas historias hay sobre el dragón del bosque de Lubaen, ¿conoceréis alguna verdad?
-Sí, majestad, alguna.-no sabía si permanecer sentado o levantarse.
-Eso está bien porque quiero que localicéis la guarida de la criatura.
-¿Del dragón?
-Así es, ¿no podéis hacerlo?
Dudó unos instantes. Sabía de muchos que habían intentado averigüar si existía o no el dragón de cuentos y leyendas sobre Lubaen sin éxito y que, la mayoría, habían regresado locos o algo peor, si es que lo hacían.
-No sabré si puedo hacerlo o no hasta que investigue un poco.-Peltos se giró para tenerlo de cara y, torció el gesto entre disgustado y aburrido.-No siempre existe la criatura o puede ser encontrada.-Se arrepintió de esas palabras, pero tenía que decirlas.
-Con esa falta de fe no me extraña que no encontréis todo lo que buscáis, pero,-se encogió de hombros.-me han dicho que soís el mejor, así que el trabajo es vuestro y estoy seguro de que no me decepcionaréis.
Elbert se preguntó por un momento en qué se estaba metiendo, él no había pedido nada y tenía muchas cosas que hacer, pero, sabía que a un rey no se le podía decir que no. Tragó saliva.
-Seber, el administrador, se encargará de proporcionar todo lo que podáis necesitar.
El silencio se hizo muy espeso. Elbert se levantó y empezó a salir de allí, notando que el rey había dado por terminada aquella reunión.
-Una cosa más, tenéis tres meses.
Hizo una reverencia antes de abandonar los aposentos del rey, con la cabeza llena de preguntas y, también, con una creciente preocupación en su estómago.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

¿Magnético?

-¿Poder?
-Sí, eso digo, poder. No te lo crees pero hay gente capaz de dotar de poderes a una cosa. Sí, una cosa como puede ser un color.
-¡Venga ya!
-No es ninguna tontería.
-No, que va, es algo más.
-Déjame demostrártelo.
-Venga.
-Mira allí.
-¿Dónde? ¿Allí?
-Sí, justo. ¿Y bien, te convences? Digo que si te convences.
-¿Cómo?
-¿Qué si has visto mi demostración?
-¿Qué?
-La demostración... Ya la he hecho.
-Sí... seguro.
-Ni te has dado cuenta, pero no te has enterado de nada de lo que te he dicho.
-Claro que sí.
-Venga, ¿qué he dicho?
-Pues... pues...
-¿Ves? Te has quedado magnetizado por esa mujer vestida de rojo. Lo que yo te decía, hay quien es capaz de darle poder a algo como el color rojo...

martes, 4 de diciembre de 2012

-¿Una rosa? No. Tampoco un clavel. Sí, una amapola... No, para nada. ¡Ya! La flor de lis. Pero es que no. ¿Tal vez una camelia? Demasiado vulgar, ¿no? Desde luego. La flor de coral, es posible... No, otra. Es otra. Una orquidea. Sí, las orquídeas son bellas, son exóticas, son delicadas, demasiado delicadas, demasiado... ¿Qué flor serías? ¿Una campanilla? Puede ser, es bonita, estilizada, sí cómo tus piernas, pero no, eso no eres tú, muy poco. Sólo una parte, no el todo. Entonces, ¿cuál? Ya, lo sé. Un pensamiento, todos los pensamientos...

domingo, 2 de diciembre de 2012

El Enigma del Ladrón de Quesos (3) El comienzo del enigma.

A las siete y media de la mañana sonó el despertador. El sonido no lo reconocía. No era el mío, pero eso no importaba, sirvió a su propósito. Mi colega en la cama de al lado se levantó casi de un salto. Yo tardé algo más. Siempre he adorado esos minutos después de despertarse, sobre todo los días de frío.

Yo tomé leche con cacao bien cargado, con galletas de chocolate. No puedo evitarlo, las calorías son mi perdición. Mi colega, en cambio, podría decirse que es el espejo de la salud en persona: leche, cereales y fruta. Mientras, charlamos sobre a qué sitios íbamos a ir. En algunos ella ya había estado, en otros, no, pero de todos, al menos, tenía referencias.

No me llevó demasiado arreglarme, al hamere duchado la noche antes, lo único que hice fue darme un pequeño remojón para despejarme. Resulta increíble lo que nos condicionan las costumbres. Para mi resulta difícil salir de casa por la mañana sin haber pasado por la ducha. Ya vestido me asomé a la habitación. Mi colega estaba ultimando los detalles frente al espejo. Me resultó curioso ver a través del reflejo como se aplicaba la mascarilla en las pestañas. Una de esas cosas que uno ve de vez en cuando hacer a una amiga, una novia, una madre, pero nunca repara en ellas hasta que lo hace: también lo encontré sexy. Sé que estas cosas no tienen mucho que ver con el tema que nos ocupa, pero cuando me decidí a escribir sobre esto, decidí contarlo todo. Hasta el más mínimo detalle.

Cuando terminó, en apenas unos minutos, le dije.
-Perfecta.
Ella sonrió. No hacía falta que yo se lo dijera, lo sabía. Aún así, a mi me educaron de esa forma: a una mujer siempre hay que decirle que está guapa, sobre todo, cuando es verdad.

Ya en la calle de nuevo quedé en las manos de mi colega, aunque el camino era prácticamente el mismo sólo que a la inversa, el que ahora fuera de día, para mi convertía las calles en las de otra ciudad. Siempre me ha pasado igual.

Llegamos a la estación de trenes antes de las nueve, con más de veinte minutos para coger el nuestro. Pero viendo la enormidad que era el edificio no íbamos sobrados de tiempo. De hecho, cuando comenzamos a andar por los andenes, buscando en el que debíamos esperar, a mi se me asemejó a un laberinto. Desde luego aquella estación no está hecha para alguien que la conozca. Casi era una locura similar a la que veía en el conductor del autobús a mi llegada.

Una vez en el vagón me enseñó el mapita de la primera ciudad que visitaríamos. Dejé mi mochila con todas las cosas a un lado.

A mitad de trayecto, serían las diez y cinco de la mañana, recuerdo sacar la botella de agua para beber un poco y dejar la mochila abierta para poder guardarla y sacarla con facilidad. A las diez y cuarenta minutos, metí todo lo que estaba fuera y corrimos hacia la puerta del vagón. Era nuestra parada.

La estación de tren resultó no estar en el centro, cosa que me resultó bastante sorprendente. Creo que no he ido a ninguna ciudad en la que la estación principal no esté bien centrada. Pero eso nos dio la ocasión de dar un agradable paseo.

Si tuviera que definir el sitio donde estábamos en dos palabras creo que serían: bonito y peculiar.

Antes de comer, cerca de las dos de la tarde, un poco antes de tener que coger el tren hasta el siguiente destino, lo que hicimos fue lo típico que hace uno cuando es un turista despistado: andar, entrar en tiendas, hacer fotos, comprar alguna cosa, perderse y preguntar. Así que, un poco cansados, nos dispusimos a saciar el hambre, no demasiada, todo hay que decirlo. Saqué el agua, la bolsa con el pan, la bolsa con el embutido y, la bolsa con los quesos, no estaba. ¿Cómo era posible?

En ese momento saqué todo el contenido de la mochila y empezamos a analizarlo. No tuvimos que mirar demasiado para ver un hilo sintético, posiblemente de nylon, enganchado en una de las cremalleras de la mochila. Eso, a pesar de nuestra intención de mantenernos alejados del trabajo, provocó que nuestras mentes se pusieran en marcha. Ocurrió, como pasa demasiado a menudo, que la fuerza de la costumbre era demasiado poderosa. Teníamos ante nosotros un enigma: ¿qué había sido de la bolsa de quesos? Sé que te preguntarás porqué una pregunta, un enigma, era fuerza de la costumbre para nosotros; y no tengo inconveniente en decírtelo: mi colega y yo somos detectives privados.

jueves, 29 de noviembre de 2012

El Enigma del Ladrón de Quesos (2)

  Me dirigí con paso rápido, pero cansado, hacia mi colega. No tenía ganas de mojarme demasiado y su paraguas era la única protección que iba a encontrar contra la lluvia. Me maldije en voz baja por no haber echado uno y, sobre todo, por haber puesto el impermeable demasiado abajo en la maleta. Sacarlo en mitad de la calle no era una opción.
 -¿Qué tal el viaje?-preguntó cuando me tuvo cerca.
-Bien, largo, pero bien.
   Miraba a mi alrededor, tanteando mis bolsillos, asegurándome de no olvidarme o haber perdido algo. Cuando estuve seguro de que todo estaba en su sitio presté más atención a lo que tenía delante. Su pelo mostraba un nuevo peinado: corto, elegante, moderno y sugerente, y en la fragancia a cereza que desprendía su colonia. También me llamó la atención la equivalencia casi exacta entre el paraguas y su elegante chaqueta azul.
-Ha sido una suerte que pudieras venir a por mi.-dije con una media sonrisa-. Esto es un caos, ¿por dónde?
-Por aquí.-Echó a andar con paso rápido. El tacón de sus botines repiqueteaba contra el suelo cada vez más mojado.


La oscuridad  resultaba desconcertante. A través de mis ojos percibía que debían ser cerca de las ocho de la tarde, pero la sensación en mi cuerpo no pasaba de las seis y pico. Aquella divergencia resultaba incómoda e inesperada. El cambio de longitud siempre me ha resultado más fácil de admitir que el de latitud.
-Vamos a ir a comprar antes.-me informó al tiempo que con la mano en la que llevaba el paraguas señaló que debíamos cruzar.
-Me parece perfecto. Tú guías.

El laberinto cuadrangular de calles, me sorprendió. Con la imagen del mapa online no podía hacerme una idea de la longitud que tenían, las había imaginado mucho más cortas.
-Esto es más grande de lo que pensaba.-comenté sin contener mi sorpresa.
-¿A qué engaña?
Asentí.

  No recuerdo cuanta tiendas visitamos, pero sí que me encontré a mi colega perfectamente integrada. Para el tiempo que ella llevaba allí me parecía que había cogido un muy buen control del idioma. Lo cual o era verdad o, demostraba mi inexistente conocimiento.

  Las bolsas de la compra pronto sumaron su peso al de mi maleta. No era tampoco demasiado, pero el volumen siempre se hace difícil de manejar.
 -Ya llegamos, es aquel mortal.-señaló con un dedo.-Dejamos las cosas, damos una vuelta y luego cenamos, ¿por qué tú no tienes hambre todavía verdad?
-No, es pronto.-Y era verdad, no tenía apenas hambre. Es algo que me suele pasar, después de un viaje largo no tiendo a tener el estómago muy dispuesto a comer demasiado.

Subimos las escaleras que llevaban hasta su piso. No tenía el aspecto de ser demasiado viejo, pero tampoco demasiado nuevo. Cuando ví la llave me lo replanteé, tenía que ser un poco viejo. Pregunté dónde podía dejar las cosas, me estiré y, prácticamente, volvimos a salir. Justo cuando abríamos la puerta la de enfrente se cerróo rápidamente. Sólo me dió tiempo a ver un atisbo de rojo.
-Qué velocidad lleva tu vecino.-comenté casual.
-Todavía no lo he visto, ¿puedes creerlo?
-Si llevas aquí dos meses, no.
Se río con la broma.
-Apenas paso por casa, demasiado trabajo.
-Es siempre lo mismo, aquí o allí.-la resignación vibraba en mi voz.-Pero hoy, mañana y pasado no quiero saber nada de trabajo y tú, tampoco.
-¿Saber de...?
Reímos.

Seguía lloviendo.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

El Enigma del Ladrón de Quesos (1) Llegada.

Cuando cogí el autobús la madrugada del viernes dieciséis, poco podía imaginar que mis minivacaciones iban a convertirse en otra cosa. El viaje hasta el punto de destino fue bueno, aunque demasiado largo. Tener que economizar cogiendo vuelos baratos con múltiples trasbordos resulta siempre agotador.

A la llegada me recibió una suave lluvia, fresca. El cielo, además de gris, comenzaba a teñirse de negro. Eran poco más de las cinco de la tarde pero a mi me parecía que fuesen cerca de las siete. El resultado  del cambio de latitud. Con mi maleta a cuestas alcancé la parada de autobús y miré los horarios: por diez míseros minutos se me había escapado. Tendría que esperar casi una hora. Con un gruñido me senté en el banco, serpenteante y verde, a esperar.

Tenía la mirada pendiente de los coches que pasaban, aburrido. Saqué el móvil y lo encendí para que fuera encontrando señal, por experiencias pasadas el "roaming" suele tardar bastante. Cerca de las seis menos veinte encontró red y comenzaron a llegarme SMS variados: los típicos de bienvenida, no me molesté en leerlos, y uno de mi collega allí y en cuya casa iba a alojarme esos días. Mi humor mejoró un poco cuando el texto apareció ante mi: podía ir a recogerme a la parada del autobus en la ciudad.

El trayecto del aeropuerto a la ciudad resultó cuanto menos, peculiar. Creo que en mi vida me he montado en uno que se llenara tanto, ni tampoco en el que el conductor, aparte de no usar los intermitentes y presionar el claxon cada dos por tres, se tuviera que poner a limpiar el cristal de vaho en cada ocasión que se detenía. También era la primera vez en la que nadie parecía saber indicarme, ni aproximadamente, dónde debía bajarme.

Reconozco que, cuanto más pasaba el tiempo y la luz iba volviéndose más oscura, crecía cierto desasosiego en mi estómago. La sensación de no saber dónde estaba era cada vez mayor, porque todos los cristales se habían vestido con una cortina blanca y brumosa: viajaba completamente a ciegas. Lo único que sabía era que estaba en el autobús correcto porque su número coincidía con el del horario en la parada: el dieciséis y que mi parada era la final.

Volví a preguntar, una vez más, tras nueve paradas, por la estación central y, por fin, alguien me contestó que aún quedaba bastante. No era la mejor respuesta pero con ese dato y los que ya tenía, opté por bajarme cuando todo el mundo lo hiciera. Ahí debía ser la última parada.

Al fin logré atisbar, por un pequeño resquicio entre los cristales completamente empañados, el enorme chorro de una fuente. Tenía que ser la parada. El lugar indicado días atrás por mi colega mediante google-maps mostraba una fuente inconfundible. Me bajé a toda prisa, agobiado de tanta gente que estábamos en aquel espacio reducido. Llovía con más intensidad. Busqué entre la gente unos metros más allá. Allí estaba mi colega. Sonreí, tenía un paraguas.

Otro Micro...

El mar de dudas que era su cara se transformó en un fuego de ira cuando descubrió porqué no había seguido adelante el proceso: una ventanita oculta que pedía confirmación para continuar. Golpeó el teclado con furia y el "yes" se presionó.

martes, 27 de noviembre de 2012

La Rebelión de las Tazas (1)

Todo quedó en silencio y a oscuras. Tacilla tembló y avanzó lentamente, con cautela, hacia el borde de la cornisa. Asomó la cabeza y contempló la desolación que se extendía abajo, entre las sombras. Aquel día la batalla se cobraba más bajas que ningún otro. La escala creciente era  la norma en los últimos tiempos. Cada noche era peor que la anterior.

Sabía que pronto le llegaría el turno. Aquel pensamiento no era nuevo, su ágil cerebro de porcelana lo imaginaba cada vez que cerraba los ojos, en una pesadilla horrenda. Pero no, no estaba dispuesta a permitir que sucediera. Para nada. El tiempo de permanecer tumbados y en silencio debía tocar a su fin. Alzó su bracito y desafió a la oscuridad y el silencio que los envolvía.

Un microrrelato de esos...

Escribía en su folio de cristal con tinta de hielo y caramelo. Las palabras se sucedían, unas tras otras, sobre la hoja redonda. Únicamente una pregunta: ¿Por qué es tan difícil decir, te quiero?

lunes, 26 de noviembre de 2012

Ausencia

Una pieza que no encuentro, suspiros que se escapan, risas que se recuerdan, ojos que no se miran, palabras que no se escuchan, que no se dicen; recuerdos que te asaltan, recuerdos que se olvidan, recuerdos de ayer, fragancias que no están ahí, notas de melancolía, voces que se buscan... Todo eso, y más, es tu ausencia, pero... sólo lo sabrá el viento.

¿Por qué...?

Aún recuerdo aquella mañana. Me había levantado temprano para evitar los atascos cuando todos iban al trabajo. Mi cartera a un bolsillo, con el dinero y toda la documentación. La libretilla de notas y el bolígrado en el otro, junto al MP-3 que hacía las veces de reproductor de música y de grabador. No estaba contento, aquella entrevista era una tontería y no reflejaba para nada mi trabajo. Me pregunté si sería un castigo del director por aquel artículo, porque no seguí sus instrucciones y entré a saco, como tenía que hacer. Seguramente fuera eso, una reprimenda. Cerré la puerta y cogí el coche.

Llegué temprano, más de diez minutos, así que repasé mentalmente, una vez más, todas las preguntas que debía hacer y añadí otras. Aunque no me gustase, ante todo soy un profesional.

La salita donde me recibieron no era demasiado grande, no estaba bien iluminada ni tenía una pequeña ventana para ventilar. Además, la cantidad de trajes de colores junto a un montón de cachivaches extraños, la hacían aún más opresiva.

Al fin entró el hombre, casi quince minutos tarde. Si no hubiera dejado de fumar y no existiese una ley aintitabaco en esos momentos llevaría ya, al menos, dos cigarros. Me tendió la mano y se la estreché mientras me levantaba de la silla. Con un gesto me indicó que tomara asiento de nuevo, mientras él se situaba frente a mi. No parecía gran cosa: 1'70 cm, la cara ancha, la nariz recta y pequeña, unos ojillos vivos sobre unas ojeras permanentes, pocas cejas; seguramente a causa de alguno de sus trucos con fuego. A primera vista no era nadie en que te fijases al cruzártelo por la calle.

Sin demasiadas ganas empecé la batería de preguntas, todas ellas las típicas en estos casos: ¿Dónde nació? ¿Cómo escogió su nombre artístico? ¿cuándo supo que quería dedicarse a eso de la magia? Así, una tras otra hasta que pronuncié: ¿Y por qué decidió ser mago? Esa no me la respondió, simplemente me entregó una entrada que sacó de alguna parte y me dijo que lo averiguara durante la función de esa noche, si podía.

Nunca, jamás en mi vida había asistido a un espectáculo de magia. Lo veía algo estúpido. Ir a un sitio a que te engañen. Demasiado infantil. Recuerdo como me senté con un hondo suspiro de hastío. Estaba perdiendo mi tiempo.

Comenzó el espectáculo, con luces y sombras que jugueteaban para confundir al espectador. Un gesto y una carta se transformaba en una pelotita, otro y ahora sostenía en la mano una baraja de cartas, las abría y eran pañuelos de colores: rojos, blancos y negros. Mis ojos se clavaban buscando el truco, a mi alrededor aplausos, gritos de sorpresa, risas y respiraciones contenidas, no dejaban oir nada más.

Un puñado de pañuelos se transformaban en dos palomas blancas. ¿Cómo era posible? Había estado observando más allá, olvidándome de los gestos que hacía, obviando sus engaños, pero nada. No veía nada salvo "magia". Cuando quise darme cuenta tenía la boca abierta. Y más tarde, cuando el público al completo rompió en aplausos al finalizar el espectáculo lo entendí, encontré donde se ocultaba el enigma, la magia esquiva. Conseguir que todos riéramos y nos sorprendiésemos igual que los niños pequeños, conseguir eso, ¿cómo no iba a llamarse magia? ¿Cómo no iba alguien querer hacer eso, tener en tus dedos el poder de crear sueños e ilusiones? ¡Cómo no! Y allí, entre todas las risas y aplausos, entre todas las bocas abiertas y los gemidos de emoción, estaba el porqué.

Despertar.

La escarcha atenazaba desde hacía años la tierra roja, caliente y palpitante, durmiéndola. No crecía allí el más leve brote de hierba, ni la más pequeña y dulce flor, ningún insecto emitía sus zumbidos, nada. El lugar no era más que un erial marchito, por un invierno que duraba demasiado tiempo. Tanto, que nadie conocía otro color que no fuera el frío blanco, gélido. Así que, cuando una luz  pálida, dulce de miel y caramelo apareció, el sentimiento fue miedo. No existían ya recuerdos de una luz diferente a la nívea invernal.

Poco a poco, el rayo cálido y sonriente se tumbó sobre el manto blanco. Acariciándolo. La tierra roja dormida durante demasiado tiempo, empezó a agitarse, a palpitar; intentando alzar los brazos para coger un fragmento de aquella luz, de aquel calor. Al fin, un pequeño dedo verde se abrió paso y se dejó besar por la luz que decía -Ya no es tiempo de invierno, despierta.- Lentamente, los recuerdos blancos se marcharon y vinieron unos que se creían perdidos para siempre.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Temor...

-¿Cuál es el mayor temor del hombre?-preguntó aquella invisible voz de cristales rotos.

  No contestó de inmediato. Se sentó en el suelo y apoyó la barbilla sobre uno de sus puños. Repitió la pregunta en su cabeza. El estómago, rugiente de hambre, se apretó más, como si tuviera una piedra dentro. La boca la sentía cada vez más seca.

  Era la última pregunta, si contestaba con acierto habría superado todas las pruebas y podría salir de allí, de aquel laberinto, vivo. Se mordió el labio hasta que notó el sabor salado, metálico, de la sangre.-¿Cuánto había pasado ya? ¿Segundos? ¿Minutos? ¿Horas?- Seguía sin encontrar una respuesta. La ansiedad creció más y más, subiendo de su estómago a su pecho y de ahí, escalando por el cuello hasta la cabeza: embotándola. Apretó los puños y notó como sus latidos golpeaban contra las sienes.-¿Al hambre? No, antes puede, pero ahora... Ahora me asusta la sed. ¿Entonces la respuesta es la sed? No, tampoco, la sed sólo lleva a la muerte. ¡Claro, la muerte! Eso es.- Sus labios agrietados y resecos se abrieron lentamente. El corazón se detuvo por un instante, el aire no entraba en sus pulmones. La gargante se contrajo. Equivocarse significaba el final, la oscuridad, la nada. Entonces se percató de lo que realmente helaba sus venas, contraía sus labios y ahogaba sus palabras.
-El temor a equivocarse.-la seguridad invadió su voz como una bebida cálida y reconfortante.
  Las paredes de roca fría y oscura se fundieron en un abrir y cerrar de ojos, mientras la voz de cristal roto emitía unas carcajadas que se perdían en la distancia hasta convertirse en silencio. La luz creciente dejó ver un prado verde, junto a un lago que reflejaba el cielo azul salpicado de nubes de algodón. El hombre rió, rió y rió.Por fin era libre, libre de miedos, libre de temores...

jueves, 22 de noviembre de 2012

Ayer y Hoy


Ahí estaba, en el portal, tocando al timbre. Arreglado, nervioso, con miedo helado en las venas y una flor escondida en la espalda. No una rosa, un tulipán de sol. Respiró acelerado durante el tiempo que tardó en oírse una invisible voz sonriente. Le siguió un silencio eterno, un segundo, y se escuchó-Soy yo-, le siguió el gruñido redondo del cerbero, franqueándole el paso. Desapareció tras la puerta de rejas verdes y cristal blanco. Todo quedó en silencio.
            Hoy llueve y el gris, séquito que lleva en hombros al difunto, le acompaña. Ni tulipán, ni rosa, nada a la espalda. La chaqueta apenas es un velo, y en la cara viaja un erizo descuidado. Pasan horas y no llega ninguna voz invisible, ninguna voz sonriente, ninguna voz. El cerbero le mira, le impide el paso. No desaparece tras la puerta de rejas verdes mordidas de negro, ni tras el cristal que juega a pirata con un parche de pino. Se marcha perdiéndose en la esquina, dejando un equilibrista blanco de cuatro piernas en la puerta. Todo quedó en silencio.


lunes, 12 de noviembre de 2012

Inconfesablemente tarde.

Era por la tarde, eso lo recuerdo bien. Me dirigía hacia tu casa a toda prisa, aunque eso tú, todavía no lo sabías; aún no lo sabes. Llevaba cerca de un par de horas hablando con un amigo, pero en realidad, lo hacía conmigo mismo. Era un monólogo y eso lo sabíamos bien los dos cuando empezamos la conversación. Sé que me marché confuso y apresurado, decidido después de aquella larga charla.

La calle, recorrida cientos de veces, puede que miles, se tornó más larga que siempre. Veía el otro lado, donde se cruzaba con otra y que encauzaba rumbo a donde quería llegar. Mis pasos no debían de tardar más de tres o cuatro minutos en alcanzar aquel extremo; pero aquel día los segundos eran lentos. ¿Acaso aquella acera ahora era interminable?

Tomé el teléfono de mi bolsillo, el interior del abrigo, de eso también me acuerdo, busqué tu nombre anotado en la agenda, ya no se hace eso de marcar el número con los móviles, y le di a llamar. Sonaron tres tonos y recogiste. Hice un esfuerzo porque mi voz sonara casual: "iba a pasar cerca de tu casa y quería saber como te iba una visitica"; pero te venía mal, ya habías hecho planes. Planes que por arte de magia volvieron mis palabras inconfesables.

¿Cuánto ha pasado? Lo sé, exactamente en días, exactamente en minutos, exactamente en segundos, lo sé en cualquier medida de tiempo que puedas imaginar. Sí, incluso en suspiros. Resuena en mi cabeza lo que pensé aquel día, aquel día que fluyó la frase: "Sea como sea, siempre llego tarde". Un producto de la posible angustia del momento pero que, curiosamente, se torna, una y otra vez, en realidad. Aquel día fue tarde para ti, hoy, fue tarde para otro tú y, puedo asegurar que pronto será tarde para el tú que venga, mañana o pasado...

jueves, 8 de noviembre de 2012

El Principio...

No fue ni aquí, ni ahora. Fue hace tanto tiempo, que bien podría ser ayer, hace diez años o, incluso, mañana o más tarde. Nació para morir, y después, para vivir. Simplemente se colocó ahí, a la espera de que algún incauto se preguntara que era e intentara alcanzarla, acercarse para mirarla, para conocerla, para averiguar más sobre ella; para conocer. 
Y ocurrió, que llegó, un día, por la mañana o por la tarde, una mano se acercó y la tocó. Era suave al tacto, y áspera. También fría, y cálida. Los ojos se abrieron como una espiral que gira sobre si misma, curiosos; y vieron la forma que tenía la imagen impactaba más allá del iris iluminado. Se escuchó una pregunta tras la mirada y una respuesta que contaba qué era esa cosa. Y así nació, para morir, para vivir: La Idea, la primera, y la última, de todas.


Y con este primer texto quiero daros la bienvenida a este blog, que ha permanecido mucho tiempo como un lienzo en blanco, enfermo de silencio.

Sed bienvenidos.