Aún recuerdo aquella mañana. Me había levantado temprano para evitar los atascos cuando todos iban al trabajo. Mi cartera a un bolsillo, con el dinero y toda la documentación. La libretilla de notas y el bolígrado en el otro, junto al MP-3 que hacía las veces de reproductor de música y de grabador. No estaba contento, aquella entrevista era una tontería y no reflejaba para nada mi trabajo. Me pregunté si sería un castigo del director por aquel artículo, porque no seguí sus instrucciones y entré a saco, como tenía que hacer. Seguramente fuera eso, una reprimenda. Cerré la puerta y cogí el coche.
Llegué temprano, más de diez minutos, así que repasé mentalmente, una vez más, todas las preguntas que debía hacer y añadí otras. Aunque no me gustase, ante todo soy un profesional.
La salita donde me recibieron no era demasiado grande, no estaba bien iluminada ni tenía una pequeña ventana para ventilar. Además, la cantidad de trajes de colores junto a un montón de cachivaches extraños, la hacían aún más opresiva.
Al fin entró el hombre, casi quince minutos tarde. Si no hubiera dejado de fumar y no existiese una ley aintitabaco en esos momentos llevaría ya, al menos, dos cigarros. Me tendió la mano y se la estreché mientras me levantaba de la silla. Con un gesto me indicó que tomara asiento de nuevo, mientras él se situaba frente a mi. No parecía gran cosa: 1'70 cm, la cara ancha, la nariz recta y pequeña, unos ojillos vivos sobre unas ojeras permanentes, pocas cejas; seguramente a causa de alguno de sus trucos con fuego. A primera vista no era nadie en que te fijases al cruzártelo por la calle.
Sin demasiadas ganas empecé la batería de preguntas, todas ellas las típicas en estos casos: ¿Dónde nació? ¿Cómo escogió su nombre artístico? ¿cuándo supo que quería dedicarse a eso de la magia? Así, una tras otra hasta que pronuncié: ¿Y por qué decidió ser mago? Esa no me la respondió, simplemente me entregó una entrada que sacó de alguna parte y me dijo que lo averiguara durante la función de esa noche, si podía.
Nunca, jamás en mi vida había asistido a un espectáculo de magia. Lo veía algo estúpido. Ir a un sitio a que te engañen. Demasiado infantil. Recuerdo como me senté con un hondo suspiro de hastío. Estaba perdiendo mi tiempo.
Comenzó el espectáculo, con luces y sombras que jugueteaban para confundir al espectador. Un gesto y una carta se transformaba en una pelotita, otro y ahora sostenía en la mano una baraja de cartas, las abría y eran pañuelos de colores: rojos, blancos y negros. Mis ojos se clavaban buscando el truco, a mi alrededor aplausos, gritos de sorpresa, risas y respiraciones contenidas, no dejaban oir nada más.
Un puñado de pañuelos se transformaban en dos palomas blancas. ¿Cómo era posible? Había estado observando más allá, olvidándome de los gestos que hacía, obviando sus engaños, pero nada. No veía nada salvo "magia". Cuando quise darme cuenta tenía la boca abierta. Y más tarde, cuando el público al completo rompió en aplausos al finalizar el espectáculo lo entendí, encontré donde se ocultaba el enigma, la magia esquiva. Conseguir que todos riéramos y nos sorprendiésemos igual que los niños pequeños, conseguir eso, ¿cómo no iba a llamarse magia? ¿Cómo no iba alguien querer hacer eso, tener en tus dedos el poder de crear sueños e ilusiones? ¡Cómo no! Y allí, entre todas las risas y aplausos, entre todas las bocas abiertas y los gemidos de emoción, estaba el porqué.
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