lunes, 11 de mayo de 2020

Puerta Norte (iii)


Las luces rojizas del fuego consumiendo la ciudad danzaban y daban una luz extraña al campamento. Godei empujó a uno de los guardias de la tienda que intentó cerrarle el paso y el hombre acabó en el suelo, entre la tierra y la nieve. Una mirada del enjuto general bastó para que el otro detuviera el gesto de apuntarle con la lanza.
—¿Qué habéis hecho? —demandó saber furibundo.
               Defontes, de pie al lado de una pesada mesa con varios planos de la ciudad sobre ella, y varios de los hombres que estaban con él posaron la mirada sobre Godei.
—Detener una insurrección —contestó Defontes carente de preocupación.
—¡Pater, no podéis estar de acuerdo con esto! —Clavó sus ojos Sesmón.
—Pero lo estoy —el hombre sonrió —. Es más, ha sido mi idea.
—¿Os habéis vuelto locos? Valaro se habría entregado. No había ninguna necesidad de… De esto.
               Sesmón hizo un rápido movimiento con la mano y un abrecartas en forma de daga salió disparado de la mesa contra Godei. El veterano general no fue capaz de esquivar el furtivo ataque por completo y el acero se clavó profundo en su pecho con inusitada fuerza. Sintió cómo la hoja se abría paso entre la piel, el músculo y el hueso hasta alcanzar su pulmón derecho. La respiración se le volvió difícil y dolorosa. Intentó sacar el puñal en su costado pero éste salió despedido manejado por una fuerza invisible y volvió a clavársele, una, una y otra vez, una, hasta que el general se derrumbó chorreando sangre al suelo y entre bocanadas ensangrentadas se le escapaba la vida.

Puerta Norte (ii)


               Anare se tocó la cicatriz rosada en su sien izquierda. Nunca supo cómo se la había hecho. Lo único que Marata, su madre adoptiva,  había sido capaz de decirle es que había sido el fuego el que había quemado su piel cuando apenas era un bebé. Sonrió al rostro que le devolvía la mirada desde el espejo y suspiró con intensidad. Le gustaba la asimetría que ganaba con aquella marca “de nacimiento”. Con un único movimiento descolgó la capa y se cubrió con ella, cerrándola con su preciado broche plateado con forma de escarabajo. Tomó una fuerte bocanada de aire antes de salir y cruzó el umbral de la puerta. Se cubrió la cabeza con la capucha para evitar la lluvia. Las estrellas aún eran vibrantes y el sol no comenzaba a despuntar en el Este. Caminó todo lo rápido que le permitieron sus piernas y alcanzó el Patio de los Cobres. Su cara se llenó de decepción al descubrir que no había sido la primera. Ni tan siquiera llegó para estar entre los diez primeros en la cola. No. Mientras se acercaba contó todas las personas que tenía delante. Treinta, ni más ni menos. Algunos de los aspirantes giraron las cabezas para ver al recién llegado. Anare esbozó una sonrisa e inclinó la cabeza en señal de saludo. Pocos le devolvieron el gesto. Para cuando las puertas de los Magistrados se abrieron la cola había superado el centenar. Dos hombres de caros ropajes de intenso color ocre, con intrincadas líneas de brillante hilo verde oliva, empezaron a recorrer, uno a cada lado, la línea de jóvenes. Cada pocos pasos se detenían e intercambiaban algunas palabras con la mirada. Anare casi podía escuchar lo que se decían. Su corazón comenzó a bombear fuerte. Tanto que la ensordeció cuando los dos se detuvieron justo antes de llegar a ella. Se miraron de nuevo entre ellos.
               La joven estiró su mano y tocó levemente el hombro del muchacho justo delante de ella. La manipulación fue sutil. Ahora ella estaba delante y él detrás. Contuvo la respiración. Los dos se giraron, dando la espalda a todos los que estaban más allá en la cola y con un gesto alzaron una barrera tras ellos.
—¡Avanzad! —ordenó uno de ellos.
               Anare dejó escapar el aire que había retenido en los pulmones y se permitió sonreír. La euforia la embargaba. Lo había hecho. Una traslación tan eficaz que nadie lo había notado. No se podía decir ni que hubiera durado un instante.
—No creas que ha pasado desapercibido —resonó una voz en su cabeza.
            No necesitó girar el cuello para saber que el mensaje provenía del hombre de ropa ocre que no había hablado aún.  

Puerta Norte (i)


               El pasillo estaba en llamas. Las cortinas y los tapices eran rápidamente devorados por el fuego. Sus colores e hilos se convertían en humo y cenizas. La creciente nube de humo que invadía lenta pero inexorablemente todo el espacio amenazaba con ahogarlo. Talur se tapó la boca con la manga e intentó no respirar todo lo rápido que el miedo le provocaba. La piel le dolía por el calor. Las lágrimas se evaporaban antes de formar surcos en su rostro lleno de hollín. Logró controlar el pánico lo suficiente como para determinar una ruta, un objetivo. Rodeado de lenguas de fuego llegó frente a la puerta de la habitación de su hermana pequeña. Llevó su mano hacia el picaporte y lo hizo girar. El mundo de Talur se convirtió en un atronador rugido de color rojo. Levantó el brazo izquierdo en un vano intento de protegerse el rostro. Su cuerpo menudo salió despedido y cayó al patio desde el primer piso. Rodó varios metros y logró incorporarse terriblemente aturdido. Un fuerte olor a grasa y piel quemándose le alcanzó la nariz antes que el dolor frío y terrible le hiciera gritar. Sus ojos se llenaron de terror cuando vieron que su brazo izquierdo estaba ardiendo. Salió corriendo intentando apagar la llama que consumía su piel y su carne. En algún punto en su frenética carrera llena de dolor y miedo se lanzó contra un montón de nieve a un lado del camino. Rodó varios metros deslizándose por la nieve que quedó tintada de rosa y gris allí por dónde caía hasta golpear contra un montón de arbustos secos y espinosos. Lo último que sus ojos vieron antes de cerrarse el sutil y brillante corte de la curvilínea luna en el cielo de la noche.