lunes, 30 de marzo de 2020

Destello


               Nica dejó un puñado de monedas sobre la mesa y se levantó a toda prisa. Con un único movimiento se cerró la capa y echó la capucha sobre la cabeza antes de enfilar la puerta de salida de la taberna. No le tomó más que seis o siente pasos alcanzar la salida. En el exterior la lluvia caía de forma suave pero constante. Las primeras gotas empezaron a resbalar sobre la tela de color pardo encerada. Tomó una fuerte bocanada de aire y se dirigió hacia el Oeste. El sol apenas había terminado de esconderse tras las montañas, por lo que aún quedaba una tenue línea rojiza que luchaba contra el gris de las nubes y el negro de la noche. Miró hacia arriba. No habría estrellas. Echó un vistazo atrás y tomó la primera callejuela a mano derecha, apenas un metro separaba las fachadas de ambos edificios. Al final, un enrejado marcaba el límite de la calleja. La puerta, como era habitual, estaba abierta, pero eso no evitó que las bisagras de la puerta gimieran terriblemente.  La nueva calle era algo más amplia y terminaba en una plazoleta que se bifurcaba en tres direcciones. Si seguía recto o tomaba el desvío hacia la derecha acabaría por volver al lugar del que venía, así que giró hacia la izquierda, un camino apenas pavimentado que ascendía zigzagueando y la llevaría hasta la parte alta del Barranco del Cristal. Antes de alcanzar la parte más alta se dejó caer por una vereda revirada, más un desagüe del agua que otra cosa y descendió los casi treinta metros de desnivel. Para cuando llegó abajo la oscuridad era total. Tan sólo a lo lejos se veían las luces tenues de los fuegos en los hogares filtrados a través de las cortinas o las rendijas en los postigos cerrados. Continuó su descenso, lejos de las casas, hacia el río. Puertapuente no quedaba demasiado lejos, pero no era su destino. Los guardias habrían cerrado los batientes y estarían atentos a cualquiera que quisiera salir o entrar.
               Alcanzó la ribera del río, cuyo discurrir provocaba un suave canto contra la tierra, las ramas y las piedras. El chapoteo de un pie en el agua delató la presencia de alguien un poco más adelante. Nica se detuvo en seco y giró sobre sí misma al tiempo que saltaba a un lado. El chasquido de una ballesta y el silbido de un proyectil siguieron a su movimiento casi en el mismo instante. El sordo silbido del metal al deslizarse en la vaina se dejó escuchar por varias veces. El canto del acero entrechocando no se hizo esperar.
               La mujer se desabrochó la capa y medio la enrolló en su antebrazo derecho. En la izquierda sostenía un vibrante acero claramente afilado. Una sombra delante de ella lanzó una estocada mientras otra figura oscura se situaba tras ella. Avanzó un pie al mismo tiempo que evitaba el golpe y giraba para encarar a ambos enemigos.
—No volveré y si no desistís, vosotros tampoco.
—Valientes palabras siendo superada tres a uno —replicó una de las sombras mientras volvía al ataque después de fallar el primer golpe —, pero no esperaría menos de la famosa Dominica.
               Nica torció el labio y exhaló un golpe de aire, cargada de resignación. Su mano armada giró rápida para desviar el acero lanzado contra ella y aprovechó el mismo movimiento para introducir el filo de su arma en el interior de la guardia de su rival. La reacción del otro, que detuvo su inercia y dio un pequeño salto hacia atrás, fue lo suficientemente rápida como para que Nica no pudiera llegar a tomar ventaja y dañarlo. En ese momento la segunda figura, a la derecha de la mujer, entró en acción. En lugar de bloquearla con su propia espada dejó que se acercara y con la tela en su brazo trabó el acero. Con una fluidez más allá de lo que cualquiera consideraría posible golpeó la mano del otro con la empuñadura de su arma, obligándolo a soltar la espada. Un nuevo gesto y la tela soltó el acero haciéndolo volar varios metros y caer en el agua. Habría seguido con un segundo golpe de la empuñadura hacia la cara para dejarlo completamente fuera de combate, pero el otro atacó, obligándola a apartarse. En la casi completa oscuridad sus ojos apenas le servían, o no lo habrían hecho si no hubiera controlado años atrás la visión más allá. Se preguntó por qué solamente veía a dos de ellos. El tercero debía de estar cerca. Estaba segura. Lo sentía. Que no pudiera verlo le provocó un creciente nerviosismo. Si la visión más allá no lograba desvelar a es enemigo significaba que debía haber alcanzado a la hermana sombra, y eso significaba que entonces aquella partida era más peligrosa que cualquiera de las que habían enviado tras ella hasta ahora.
—¿Qué ha cambiado? —preguntó sin dejar de evitar ataques y lanzarlos.
               Casi como respuesta el aire tras ella se agitó apenas perceptible y una punta afilada y brillante surgió de la oscuridad a su espalda. Solo un movimiento más rápido que el pestañeo la salvó de ser atravesada.
—Destello —gruño la tercera figura.
               La recién aparecida sombra se movió a la misma velocidad, dejando a los otros dos atrás, y se situó frente a Nica. Ambos se quedaron quietos durante un instante en el que todo pareció suceder terriblemente despacio. El aire silbó y le siguió el acero al meterse en la vaina. La figura ante Nica cayó al suelo.
—No dejéis que muera —dijo mientras de un salto se tiraba al agua y se zambullía en el río.

domingo, 22 de marzo de 2020

"Muertos"


               Las montañas no parecían haber sido el refugio prometido. Ni siquiera los días de lluvia y nieve habían ayudado a que los hombres del rey Odrelaf perdieran la pista. Solcar los había comandado bien. Suficiente al menos para lograr escapar de la trampa en la que habían caído. Priscila bajó corriendo la loma del pico al que había subido para otear y tener una buena visión de a qué distancia se encontraban los soldados que, después de nueve días, aún seguían pegados a sus talones.
—¿A cuánto están? —preguntó Solcar.
—A unas pocas horas —contestó con resignación la mujer.
—No podemos seguir así, estamos cansados. Me temo que no queda otra opción que separarnos. Es la única forma de que algunos de nosotros podamos escapar.
—Eso es absurdo —replicó Grandullón —. Así solamente lograremos que nos atrapen uno a uno.
—Creo que el jefe no ha terminado de hablar —replicó Defierro.
—No. Nos jugaremos a suertes quién se queda para ralentizarlos.
—Comprendo. Yo me quedo —aseveró Grandullón.
—Y yo contigo.
—¿En cuántos habías pensado, jefe? Porque yo me quedo con Grandullón y Defierro. Ya sabes que no puedo dejarlos solos.
—Creo que con cuatro nos bastaremos —contestó mientras ponía la mirada más estoica que pudo conseguir —. Los demás no perdáis tiempo. Y recordad, el que escape que mate al malnacido que nos vendió.
—Que muera lentamente —añadió Priscila.
—Si nos colocamos entre aquellas rocas podremos dar un poco de batalla. El camino se estrecha y rodearlo les llevaría demasiado.
               Defierro señaló un lugar cerca del camino donde las paredes de roca parecían cerrarse.
—Supongo. Cualquier sitio es bueno para morir —Solcar resopló.
—En verdad ningún sitio lo es. Y pretendo no morir aquí.
—Ya. Porque no es aquí donde mueres, ¿no?
—Eso mismo, Priscila.
—Qué bien. ¿Y es dónde morimos los demás?
—Eso me temo, no puedo contestarlo.
—Supongo que lo averiguaremos en poco tiempo.
—Supongo.

               Los exploradores que iban por delante de los soldados que los perseguían eran cuatro. Uno de ellos pareció advertir la trampa, pero no con el suficiente tiempo como para dar la voz de alarma. Defierro apareció de entre las rocas y, antes de que nadie lo notara mató de sendas cuchilladas a dos de ellos. El tercero murió de una flecha que le atravesó la garganta de lado a lado, dejándolo sin poder emitir el más quedo murmullo mientras se desangraba. El cuarto solo emitió un pequeño gruñido mientras Grandullón le partía el cuello.
—Bien hecho muchachos —animó Solcar —porque es la única que podremos cosechar hoy, me temo.
—¿Con cuántos creéis que acabaremos antes de que nos maten?
—Diez, ¿quieres apostar, Priscila? —contestó Grandullón.
—¿Por qué no? Ninguno vamos a estar vivo para cobrar la deuda. Yo diré, quince.
—Veo que sois unos optimistas. No seré menos y diré uno más, dieciséis. ¿Y tú qué dices, Defierro?
               El hombre tardó unos segundos en volverse para contestar a su jefe.
—No creo que lleguemos a diez. Ahora que están más cerca y he tenido la ocasión de acercarme a los soldados —miró los cadáveres ante ellos —sé por qué no lográbamos deshacernos de ellos. Dos magos los acompañan por lo menos.
—¿Magistrados o Agentes Libres?
—Estoy bastante seguro de que son magistrados.
—¡Oh, mierda! Menos mal que no hemos dicho qué nos jugábamos.
—Sí. Estamos muertos —afirmó Grandullón.
—Al menos intentemos matar alguno más de esos bastardos —intentó animar el ánimo Priscila.
—Sí, intentemoslo.

jueves, 12 de marzo de 2020

¿Me equivoco?


               Desde el tejado del edificio ahora bajo sus pies llegó a la cornisa y se descolgó hasta uno de los balcones en la última planta. Apenas le llevó un instante forzar la ventana y abrirla sin hacer el más mínimo ruido. Las bisagras oxidadas ni siquiera se atrevieron a emitir el más leve gemido. Una vez dentro caminó unos pocos pasos y se detuvo cerca de la puerta de la habitación, completamente a oscuras, a la que había accedido. La mayoría de los objetos en ella estaban cubiertos por pesadas lonas y estas, a su vez, cubiertas de una pesada capa de polvo.  Una luz creciente en el piso de abajo despejó débilmente las sombras que la rodeaban, revelando varias grietas en el suelo de madera. Como un felino se tumbó en el suelo y buscó una fisura lo suficientemente como para poder ver abajo. Las cinco figuras se habían liberado de sus capas y una de ellas se dirigía a la chimenea y comenzaba a intentar encenderla. Una mujer pelirroja y con un parche sobre su ojo izquierdo se sentó a la cabeza de la mesa. Los otros tres se sentaron a los lados, mientras el último de ellos finalizaba de prender el fuego.
─ ¿Y bien?  ─preguntó la pelirroja.
─Ha sido una buena semana ─contestó el que estaba al lado de la chimenea.
Con una sonrisa se acercó a la bolsa que había llevado a la espalda al entrar y que había dejado cerca de la mesa y, con un esfuerzo, la levantó para dejarla caer sobre la el tablero. El metal en su interior sonó fuerte y la presión hizo que parte de la tela se rasgara, dejando escapar un puñado de monedas de oro.
─Excelente ─dijo la mujer ─ ¿Y los demás, qué me traéis?

               El sol rasgaba tímidamente las nubes en un día que se presentaba bastante gris. El olor del pan recién hecho se filtraba por toda la casa desde las cocinas. La ventana, abierta de par en par dejaba entrar el aire fresco y húmedo de la mañana. La puerta de la habitación se abrió y un criado con una bandeja llena de pan tostado, queso fresco, miel y frutas, se acercó a la cama. La inquilina entre las sábanas renegó antes de incorporarse y permitir que el hombre dejara la bandeja entre sus piernas. Con una sonrisa y un gesto de la mano lo despidió. Apenas había salido el criado cuando otro hombre, con porte autoritario y rica ropa de seda con bordados de plata en el cuello y los puños de la camisa entró. Con aire despreocupado se acercó hasta el quicio de la ventana y dejó que el airecillo acariciase su cabello castaño y levemente rizado.
─Supongo ─dijo el hombre sin apartar su vista del exterior de la ventana ─que no sabrás nada de lo ocurrido a los hombres de La Caterva, ¿me equivoco?
─Eso es, porque cómo podría equivocarse el conde de Puertaroca.