domingo, 22 de marzo de 2020

"Muertos"


               Las montañas no parecían haber sido el refugio prometido. Ni siquiera los días de lluvia y nieve habían ayudado a que los hombres del rey Odrelaf perdieran la pista. Solcar los había comandado bien. Suficiente al menos para lograr escapar de la trampa en la que habían caído. Priscila bajó corriendo la loma del pico al que había subido para otear y tener una buena visión de a qué distancia se encontraban los soldados que, después de nueve días, aún seguían pegados a sus talones.
—¿A cuánto están? —preguntó Solcar.
—A unas pocas horas —contestó con resignación la mujer.
—No podemos seguir así, estamos cansados. Me temo que no queda otra opción que separarnos. Es la única forma de que algunos de nosotros podamos escapar.
—Eso es absurdo —replicó Grandullón —. Así solamente lograremos que nos atrapen uno a uno.
—Creo que el jefe no ha terminado de hablar —replicó Defierro.
—No. Nos jugaremos a suertes quién se queda para ralentizarlos.
—Comprendo. Yo me quedo —aseveró Grandullón.
—Y yo contigo.
—¿En cuántos habías pensado, jefe? Porque yo me quedo con Grandullón y Defierro. Ya sabes que no puedo dejarlos solos.
—Creo que con cuatro nos bastaremos —contestó mientras ponía la mirada más estoica que pudo conseguir —. Los demás no perdáis tiempo. Y recordad, el que escape que mate al malnacido que nos vendió.
—Que muera lentamente —añadió Priscila.
—Si nos colocamos entre aquellas rocas podremos dar un poco de batalla. El camino se estrecha y rodearlo les llevaría demasiado.
               Defierro señaló un lugar cerca del camino donde las paredes de roca parecían cerrarse.
—Supongo. Cualquier sitio es bueno para morir —Solcar resopló.
—En verdad ningún sitio lo es. Y pretendo no morir aquí.
—Ya. Porque no es aquí donde mueres, ¿no?
—Eso mismo, Priscila.
—Qué bien. ¿Y es dónde morimos los demás?
—Eso me temo, no puedo contestarlo.
—Supongo que lo averiguaremos en poco tiempo.
—Supongo.

               Los exploradores que iban por delante de los soldados que los perseguían eran cuatro. Uno de ellos pareció advertir la trampa, pero no con el suficiente tiempo como para dar la voz de alarma. Defierro apareció de entre las rocas y, antes de que nadie lo notara mató de sendas cuchilladas a dos de ellos. El tercero murió de una flecha que le atravesó la garganta de lado a lado, dejándolo sin poder emitir el más quedo murmullo mientras se desangraba. El cuarto solo emitió un pequeño gruñido mientras Grandullón le partía el cuello.
—Bien hecho muchachos —animó Solcar —porque es la única que podremos cosechar hoy, me temo.
—¿Con cuántos creéis que acabaremos antes de que nos maten?
—Diez, ¿quieres apostar, Priscila? —contestó Grandullón.
—¿Por qué no? Ninguno vamos a estar vivo para cobrar la deuda. Yo diré, quince.
—Veo que sois unos optimistas. No seré menos y diré uno más, dieciséis. ¿Y tú qué dices, Defierro?
               El hombre tardó unos segundos en volverse para contestar a su jefe.
—No creo que lleguemos a diez. Ahora que están más cerca y he tenido la ocasión de acercarme a los soldados —miró los cadáveres ante ellos —sé por qué no lográbamos deshacernos de ellos. Dos magos los acompañan por lo menos.
—¿Magistrados o Agentes Libres?
—Estoy bastante seguro de que son magistrados.
—¡Oh, mierda! Menos mal que no hemos dicho qué nos jugábamos.
—Sí. Estamos muertos —afirmó Grandullón.
—Al menos intentemos matar alguno más de esos bastardos —intentó animar el ánimo Priscila.
—Sí, intentemoslo.

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