Las
montañas no parecían haber sido el refugio prometido. Ni siquiera los días de
lluvia y nieve habían ayudado a que los hombres del rey Odrelaf perdieran la pista.
Solcar los había comandado bien. Suficiente al menos para lograr escapar de la
trampa en la que habían caído. Priscila bajó corriendo la loma del pico al que
había subido para otear y tener una buena visión de a qué distancia se
encontraban los soldados que, después de nueve días, aún seguían pegados a sus
talones.
—¿A cuánto están? —preguntó Solcar.
—A unas pocas horas —contestó con resignación la
mujer.
—No podemos seguir así, estamos cansados. Me temo
que no queda otra opción que separarnos. Es la única forma de que algunos de
nosotros podamos escapar.
—Eso es absurdo —replicó Grandullón —. Así
solamente lograremos que nos atrapen uno a uno.
—Creo que el jefe no ha terminado de hablar —replicó
Defierro.
—No. Nos jugaremos a suertes quién se queda para
ralentizarlos.
—Comprendo. Yo me quedo —aseveró Grandullón.
—Y yo contigo.
—¿En cuántos habías pensado, jefe? Porque yo me
quedo con Grandullón y Defierro. Ya sabes que no puedo dejarlos solos.
—Creo que con cuatro nos bastaremos —contestó
mientras ponía la mirada más estoica que pudo conseguir —. Los demás no perdáis
tiempo. Y recordad, el que escape que mate al malnacido que nos vendió.
—Que muera lentamente —añadió Priscila.
—Si nos colocamos entre aquellas rocas podremos dar
un poco de batalla. El camino se estrecha y rodearlo les llevaría demasiado.
Defierro
señaló un lugar cerca del camino donde las paredes de roca parecían cerrarse.
—Supongo. Cualquier sitio es bueno para morir —Solcar
resopló.
—En verdad ningún sitio lo es. Y pretendo no morir
aquí.
—Ya. Porque no es aquí donde mueres, ¿no?
—Eso mismo, Priscila.
—Qué bien. ¿Y es dónde morimos los demás?
—Eso me temo, no puedo contestarlo.
—Supongo que lo averiguaremos en poco tiempo.
—Supongo.
Los
exploradores que iban por delante de los soldados que los perseguían eran
cuatro. Uno de ellos pareció advertir la trampa, pero no con el suficiente
tiempo como para dar la voz de alarma. Defierro apareció de entre las rocas y,
antes de que nadie lo notara mató de sendas cuchilladas a dos de ellos. El
tercero murió de una flecha que le atravesó la garganta de lado a lado,
dejándolo sin poder emitir el más quedo murmullo mientras se desangraba. El
cuarto solo emitió un pequeño gruñido mientras Grandullón le partía el cuello.
—Bien hecho muchachos —animó Solcar —porque es la
única que podremos cosechar hoy, me temo.
—¿Con cuántos creéis que acabaremos antes de que
nos maten?
—Diez, ¿quieres apostar, Priscila? —contestó
Grandullón.
—¿Por qué no? Ninguno vamos a estar vivo para
cobrar la deuda. Yo diré, quince.
—Veo que sois unos optimistas. No seré menos y diré
uno más, dieciséis. ¿Y tú qué dices, Defierro?
El
hombre tardó unos segundos en volverse para contestar a su jefe.
—No creo que lleguemos a diez. Ahora que están más
cerca y he tenido la ocasión de acercarme a los soldados —miró los cadáveres
ante ellos —sé por qué no lográbamos deshacernos de ellos. Dos magos los
acompañan por lo menos.
—¿Magistrados o Agentes Libres?
—Estoy bastante seguro de que son magistrados.
—¡Oh, mierda! Menos mal que no hemos dicho qué nos
jugábamos.
—Sí. Estamos muertos —afirmó Grandullón.
—Al menos intentemos matar alguno más de esos
bastardos —intentó animar el ánimo Priscila.
—Sí, intentemoslo.
…
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