Desde
el tejado del edificio ahora bajo sus pies llegó a la cornisa y se descolgó
hasta uno de los balcones en la última planta. Apenas le llevó un instante
forzar la ventana y abrirla sin hacer el más mínimo ruido. Las bisagras
oxidadas ni siquiera se atrevieron a emitir el más leve gemido. Una vez dentro
caminó unos pocos pasos y se detuvo cerca de la puerta de la habitación,
completamente a oscuras, a la que había accedido. La mayoría de los objetos en
ella estaban cubiertos por pesadas lonas y estas, a su vez, cubiertas de una
pesada capa de polvo. Una luz creciente
en el piso de abajo despejó débilmente las sombras que la rodeaban, revelando
varias grietas en el suelo de madera. Como un felino se tumbó en el suelo y
buscó una fisura lo suficientemente como para poder ver abajo. Las cinco figuras
se habían liberado de sus capas y una de ellas se dirigía a la chimenea y
comenzaba a intentar encenderla. Una mujer pelirroja y con un parche sobre su
ojo izquierdo se sentó a la cabeza de la mesa. Los otros tres se sentaron a los
lados, mientras el último de ellos finalizaba de prender el fuego.
─ ¿Y
bien? ─preguntó la pelirroja.
─Ha sido
una buena semana ─contestó el que estaba al lado de la chimenea.
Con una sonrisa se acercó a la bolsa que había llevado a la espalda al
entrar y que había dejado cerca de la mesa y, con un esfuerzo, la levantó para
dejarla caer sobre la el tablero. El metal en su interior sonó fuerte y la
presión hizo que parte de la tela se rasgara, dejando escapar un puñado de
monedas de oro.
─Excelente
─dijo la mujer ─ ¿Y los demás, qué me traéis?
El
sol rasgaba tímidamente las nubes en un día que se presentaba bastante gris. El
olor del pan recién hecho se filtraba por toda la casa desde las cocinas. La
ventana, abierta de par en par dejaba entrar el aire fresco y húmedo de la
mañana. La puerta de la habitación se abrió y un criado con una bandeja llena
de pan tostado, queso fresco, miel y frutas, se acercó a la cama. La inquilina
entre las sábanas renegó antes de incorporarse y permitir que el hombre dejara
la bandeja entre sus piernas. Con una sonrisa y un gesto de la mano lo
despidió. Apenas había salido el criado cuando otro hombre, con porte
autoritario y rica ropa de seda con bordados de plata en el cuello y los puños
de la camisa entró. Con aire despreocupado se acercó hasta el quicio de la
ventana y dejó que el airecillo acariciase su cabello castaño y levemente
rizado.
─Supongo ─dijo el hombre sin apartar su
vista del exterior de la ventana ─que no sabrás nada de lo ocurrido a los
hombres de La Caterva, ¿me equivoco?
─Eso es, porque cómo podría equivocarse el
conde de Puertaroca.
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