Era por la tarde, eso lo recuerdo bien. Me dirigía hacia tu casa a toda prisa, aunque eso tú, todavía no lo sabías; aún no lo sabes. Llevaba cerca de un par de horas hablando con un amigo, pero en realidad, lo hacía conmigo mismo. Era un monólogo y eso lo sabíamos bien los dos cuando empezamos la conversación. Sé que me marché confuso y apresurado, decidido después de aquella larga charla.
La calle, recorrida cientos de veces, puede que miles, se tornó más larga que siempre. Veía el otro lado, donde se cruzaba con otra y que encauzaba rumbo a donde quería llegar. Mis pasos no debían de tardar más de tres o cuatro minutos en alcanzar aquel extremo; pero aquel día los segundos eran lentos. ¿Acaso aquella acera ahora era interminable?
Tomé el teléfono de mi bolsillo, el interior del abrigo, de eso también me acuerdo, busqué tu nombre anotado en la agenda, ya no se hace eso de marcar el número con los móviles, y le di a llamar. Sonaron tres tonos y recogiste. Hice un esfuerzo porque mi voz sonara casual: "iba a pasar cerca de tu casa y quería saber como te iba una visitica"; pero te venía mal, ya habías hecho planes. Planes que por arte de magia volvieron mis palabras inconfesables.
¿Cuánto ha pasado? Lo sé, exactamente en días, exactamente en minutos, exactamente en segundos, lo sé en cualquier medida de tiempo que puedas imaginar. Sí, incluso en suspiros. Resuena en mi cabeza lo que pensé aquel día, aquel día que fluyó la frase: "Sea como sea, siempre llego tarde". Un producto de la posible angustia del momento pero que, curiosamente, se torna, una y otra vez, en realidad. Aquel día fue tarde para ti, hoy, fue tarde para otro tú y, puedo asegurar que pronto será tarde para el tú que venga, mañana o pasado...
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