Cuando cogí el autobús la madrugada del viernes dieciséis, poco podía imaginar que mis minivacaciones iban a convertirse en otra cosa. El viaje hasta el punto de destino fue bueno, aunque demasiado largo. Tener que economizar cogiendo vuelos baratos con múltiples trasbordos resulta siempre agotador.
A la llegada me recibió una suave lluvia, fresca. El cielo, además de gris, comenzaba a teñirse de negro. Eran poco más de las cinco de la tarde pero a mi me parecía que fuesen cerca de las siete. El resultado del cambio de latitud. Con mi maleta a cuestas alcancé la parada de autobús y miré los horarios: por diez míseros minutos se me había escapado. Tendría que esperar casi una hora. Con un gruñido me senté en el banco, serpenteante y verde, a esperar.
Tenía la mirada pendiente de los coches que pasaban, aburrido. Saqué el móvil y lo encendí para que fuera encontrando señal, por experiencias pasadas el "roaming" suele tardar bastante. Cerca de las seis menos veinte encontró red y comenzaron a llegarme SMS variados: los típicos de bienvenida, no me molesté en leerlos, y uno de mi collega allí y en cuya casa iba a alojarme esos días. Mi humor mejoró un poco cuando el texto apareció ante mi: podía ir a recogerme a la parada del autobus en la ciudad.
El trayecto del aeropuerto a la ciudad resultó cuanto menos, peculiar. Creo que en mi vida me he montado en uno que se llenara tanto, ni tampoco en el que el conductor, aparte de no usar los intermitentes y presionar el claxon cada dos por tres, se tuviera que poner a limpiar el cristal de vaho en cada ocasión que se detenía. También era la primera vez en la que nadie parecía saber indicarme, ni aproximadamente, dónde debía bajarme.
Reconozco que, cuanto más pasaba el tiempo y la luz iba volviéndose más oscura, crecía cierto desasosiego en mi estómago. La sensación de no saber dónde estaba era cada vez mayor, porque todos los cristales se habían vestido con una cortina blanca y brumosa: viajaba completamente a ciegas. Lo único que sabía era que estaba en el autobús correcto porque su número coincidía con el del horario en la parada: el dieciséis y que mi parada era la final.
Volví a preguntar, una vez más, tras nueve paradas, por la estación central y, por fin, alguien me contestó que aún quedaba bastante. No era la mejor respuesta pero con ese dato y los que ya tenía, opté por bajarme cuando todo el mundo lo hiciera. Ahí debía ser la última parada.
Al fin logré atisbar, por un pequeño resquicio entre los cristales completamente empañados, el enorme chorro de una fuente. Tenía que ser la parada. El lugar indicado días atrás por mi colega mediante google-maps mostraba una fuente inconfundible. Me bajé a toda prisa, agobiado de tanta gente que estábamos en aquel espacio reducido. Llovía con más intensidad. Busqué entre la gente unos metros más allá. Allí estaba mi colega. Sonreí, tenía un paraguas.
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