La escarcha atenazaba desde hacía años la tierra roja, caliente y palpitante, durmiéndola. No crecía allí el más leve brote de hierba, ni la más pequeña y dulce flor, ningún insecto emitía sus zumbidos, nada. El lugar no era más que un erial marchito, por un invierno que duraba demasiado tiempo. Tanto, que nadie conocía otro color que no fuera el frío blanco, gélido. Así que, cuando una luz pálida, dulce de miel y caramelo apareció, el sentimiento fue miedo. No existían ya recuerdos de una luz diferente a la nívea invernal.
Poco a poco, el rayo cálido y sonriente se tumbó sobre el manto blanco. Acariciándolo. La tierra roja dormida durante demasiado tiempo, empezó a agitarse, a palpitar; intentando alzar los brazos para coger un fragmento de aquella luz, de aquel calor. Al fin, un pequeño dedo verde se abrió paso y se dejó besar por la luz que decía -Ya no es tiempo de invierno, despierta.- Lentamente, los recuerdos blancos se marcharon y vinieron unos que se creían perdidos para siempre.
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