domingo, 2 de diciembre de 2012

El Enigma del Ladrón de Quesos (3) El comienzo del enigma.

A las siete y media de la mañana sonó el despertador. El sonido no lo reconocía. No era el mío, pero eso no importaba, sirvió a su propósito. Mi colega en la cama de al lado se levantó casi de un salto. Yo tardé algo más. Siempre he adorado esos minutos después de despertarse, sobre todo los días de frío.

Yo tomé leche con cacao bien cargado, con galletas de chocolate. No puedo evitarlo, las calorías son mi perdición. Mi colega, en cambio, podría decirse que es el espejo de la salud en persona: leche, cereales y fruta. Mientras, charlamos sobre a qué sitios íbamos a ir. En algunos ella ya había estado, en otros, no, pero de todos, al menos, tenía referencias.

No me llevó demasiado arreglarme, al hamere duchado la noche antes, lo único que hice fue darme un pequeño remojón para despejarme. Resulta increíble lo que nos condicionan las costumbres. Para mi resulta difícil salir de casa por la mañana sin haber pasado por la ducha. Ya vestido me asomé a la habitación. Mi colega estaba ultimando los detalles frente al espejo. Me resultó curioso ver a través del reflejo como se aplicaba la mascarilla en las pestañas. Una de esas cosas que uno ve de vez en cuando hacer a una amiga, una novia, una madre, pero nunca repara en ellas hasta que lo hace: también lo encontré sexy. Sé que estas cosas no tienen mucho que ver con el tema que nos ocupa, pero cuando me decidí a escribir sobre esto, decidí contarlo todo. Hasta el más mínimo detalle.

Cuando terminó, en apenas unos minutos, le dije.
-Perfecta.
Ella sonrió. No hacía falta que yo se lo dijera, lo sabía. Aún así, a mi me educaron de esa forma: a una mujer siempre hay que decirle que está guapa, sobre todo, cuando es verdad.

Ya en la calle de nuevo quedé en las manos de mi colega, aunque el camino era prácticamente el mismo sólo que a la inversa, el que ahora fuera de día, para mi convertía las calles en las de otra ciudad. Siempre me ha pasado igual.

Llegamos a la estación de trenes antes de las nueve, con más de veinte minutos para coger el nuestro. Pero viendo la enormidad que era el edificio no íbamos sobrados de tiempo. De hecho, cuando comenzamos a andar por los andenes, buscando en el que debíamos esperar, a mi se me asemejó a un laberinto. Desde luego aquella estación no está hecha para alguien que la conozca. Casi era una locura similar a la que veía en el conductor del autobús a mi llegada.

Una vez en el vagón me enseñó el mapita de la primera ciudad que visitaríamos. Dejé mi mochila con todas las cosas a un lado.

A mitad de trayecto, serían las diez y cinco de la mañana, recuerdo sacar la botella de agua para beber un poco y dejar la mochila abierta para poder guardarla y sacarla con facilidad. A las diez y cuarenta minutos, metí todo lo que estaba fuera y corrimos hacia la puerta del vagón. Era nuestra parada.

La estación de tren resultó no estar en el centro, cosa que me resultó bastante sorprendente. Creo que no he ido a ninguna ciudad en la que la estación principal no esté bien centrada. Pero eso nos dio la ocasión de dar un agradable paseo.

Si tuviera que definir el sitio donde estábamos en dos palabras creo que serían: bonito y peculiar.

Antes de comer, cerca de las dos de la tarde, un poco antes de tener que coger el tren hasta el siguiente destino, lo que hicimos fue lo típico que hace uno cuando es un turista despistado: andar, entrar en tiendas, hacer fotos, comprar alguna cosa, perderse y preguntar. Así que, un poco cansados, nos dispusimos a saciar el hambre, no demasiada, todo hay que decirlo. Saqué el agua, la bolsa con el pan, la bolsa con el embutido y, la bolsa con los quesos, no estaba. ¿Cómo era posible?

En ese momento saqué todo el contenido de la mochila y empezamos a analizarlo. No tuvimos que mirar demasiado para ver un hilo sintético, posiblemente de nylon, enganchado en una de las cremalleras de la mochila. Eso, a pesar de nuestra intención de mantenernos alejados del trabajo, provocó que nuestras mentes se pusieran en marcha. Ocurrió, como pasa demasiado a menudo, que la fuerza de la costumbre era demasiado poderosa. Teníamos ante nosotros un enigma: ¿qué había sido de la bolsa de quesos? Sé que te preguntarás porqué una pregunta, un enigma, era fuerza de la costumbre para nosotros; y no tengo inconveniente en decírtelo: mi colega y yo somos detectives privados.

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