Capítulo 2, Salmoralo
La carreta crujía cada vez que las ruedas pasaban por un adoquín mal colocado o un pequeño bache, dando la impresión de que fuera a desmontarse allí mismo.
En su equipaje Elbert llevaba una carta del rey con la que podría conseguir ayuda en caso de necesitarlo, o eso se suponía; y otra de su tesorero, Loturo, un hombre de aspecto enfermizo y mal encarado, que debía presentar al conde regente de Bahialuna para que le proporcionara cuantos fondos fuesen precisos. Suspiró resignado. No era la primera vez que trataba con la nobleza y siempre ocurría lo mismo, daba igual que el título fuera rey, conde o barón, todos querían siempre llevar a cabo proyectos, caros, sin soltar oro alguno.
La visión de la enorme extensión de playa que era Bahíaluna en la distancia, perdiéndose a lo lejos, hizo que se detuvieran. Era algo que merecía la pena saborear. La arena entre blanca y rojiza, el mar cristalino, entre azul y verde, acariciando la costa con unos dedos suaves e intensos, como los de un amante entregado. Las nubes de algodón sobre el cielo, viajando rápido a ninguna parte. Podían incluso sentir el olor del agua y la sal, en la piel y en la boca. Las casas blancas y el puerto se integraban perfectamente en la escena, como la uña con el dedo.
-Es preciosa.-dijo en voz baja, cautivado, Elbert.
-¿No la habiáis visto nunca?.-el cochero de la carreta sonrió, apacible.
-No desde aquí, siempre he ido en barco.
-Una imagen también hermosa, pero no como esta. No como esta.
-Para nada.
-Creo que deberíamos continuar, el rey no admitirá retrasos.
Casabastro, uno de los hombres que Peltos había puesto al servicio de Elbert, rompió la magia del momento. El carretero chasqueó suavemente el látigo y los caballos se pusieron, mansamente, en marcha.
El palacio del conde de Bahíaluna era una mezcla entre, las nuevas tendencias de ventanales amplios y paredes rectas y, las antiguas tradiciones de muros gruesos de piedra, con pequeños ventanucos. Posiblemente el resultado de múltiples reconstrucciones época tras época.
Varios heraldos, con vistosos trajes de colores, salieron a su encuentro para darles la bienvenida antes de alcanzar la puerta en los muros.
La estancia donde lo condujeron era amplia, libre de columnas y la pared frente a la entrada era casi por completo un enorme ventanal con vistas a la playa, al puerto y al mar. En ella esperaba un hombre de piel endurecida por la sal y bronceada por el sol, cabello negro y espeso, recogido en una cola que le llegaba hasta el final de la espalda. Con los ojos del color de la mañana, pero con un brillo de peligro tras ellos. Sus ropas eran de un azul profundo e intenso, salpicadas de detalles en plata que recordaban las olas de un día de marejada salpicada de peces con miradas esmeraldas y granates.
-¡Oh, mi querido Elbert!-la sonrisa amplia y cálida lo tomó por sorpresa.-Soy el conde Salmoralo. ¡Bienvenido a Bahíaluna! Nuestro querido rey envió varias palomas avisando de que vendriáis.
-Gracias por este recibimiento, conde.-hizo una reverencia acusada. No le había pasado inadvertido que un banquete, en su honor, estaba siendo preparado mientras hablaban.
-Sólo Salmoralo, el título de conde es, a veces, demasiado pesado y, en esta ocasión no hay causa para tener que llevarlo. Y yo puedo llamaros Elbert, ¿verdad?
-Desde luego, conde... Salmoralo.-sonrió torpemente.-Tengo una carta para vos del administrador Loturo.
Sacó el sobre de papel, un tanto humedecido. El conde lo cogió y lo dejó en una mesa sin abrirlo.
-Seguro que adivino lo que dice, he de proporcionaros todos los medios que preciséis para vuestra investigación. Y todos sabemos que eso siempre se reduce a dinero. Lo único que pone en las cartas de Loturo es: ¡"Entregad vuestro oro"!. Es como un bandido que, en vez de apuntar con una ballesta, lo hace con el sello real.
Si no hubiera sido por la seriedad con la que el conde hablaba, Elbert habría esbozado una sonrisa.
-Pero no dejaremos que eso nos quite el buen humor, siempre es motivo de celebración que un agente de su majestad venga a hacer asuntos a la humilde ciudad de Bahíaluna, la más bonitas de todas las de Ririan.
-Desconozco si el rey Peltos opinará lo mismo, pero yo tengo que reconocer que la belleza de este lugar es diferente a todas las que he tenido el placer de vislumbrar.
Salmoralo pareció satisfecho con la respuesta.
-¡Vamos! Un banquete aguarda.-sonrió.-Espero que os guste el pescado.
-Por supuesto.
-Bien, seguidme entonces.
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