sábado, 15 de diciembre de 2012

El Aprendiz...



-¡Oh, maestro Lea! Al fin os he encontrado. No ha sido una tarea fácil.
-¿Siempre os titubea tanto la voz o es porque no esperabais encontrar a una mujer?
-Reconozco que eso me ha turbado unos instantes, pero no. Lo cierto es que no esperaba hallaros en un lugar… como este.
-No es especialmente sensato juzgar el hogar de quien no conoces y al que deseas pedir algo, ¿por qué vienes para eso verdad?
-Desde luego no pretendía tal cosa, os ruego que me disculpéis, es sólo que son tantas las canciones que se cuentan sobre vuestra grandeza y maestría que resulta imposible imaginar que viváis en esta humilde cabaña. Y, el rubor en mi cara os habrá contestado vuestra pregunta.
-Sí que lo ha hecho, pero poco me importa; no puedo evitar sentirme ofendida ante vuestras palabras, ¿acaso no es mi salón digno de vuestra presencia? ¿Indigno de hasta un lugar que sólo existe en vuestra imaginación?
-De nuevo os pido que perdonéis mis palabras, mis gestos y la mirada a vuestras vacías paredes.
-¿Sois incapaz de contener vuestra lengua? ¿Tenéis algún tipo de problema en el cerebro? ¿O acaso carecéis de él? No, no hagáis ni el más mínimo intento de interrumpirme o puede que perdáis algo que no queréis perder. ¿Cuál es vuestro nombre? ¿Y cuál vuestro linaje?
-Soy Julios Piedrasverdes, tercer hijo del barón de Piedrasverdes.
-Sólo el tercer hijo de un barón, un don nadie que se cree capaz de valorar donde descansa una leyenda, alguien que blandió las doce espadas y que venció al más grande de los grandes, Íbar Hoja del Oeste. Julios Piedras verdes, salid de aquí de inmediato y regresad solo cuando vuestra boca no sea más rápida que vuestro pensamiento.


-¡Oh, maestra Lea! Han pasado quince meses, quince meses en los que no he parado de lamentar mis desafortunadas palabras, quince meses en los que he intentado a cada instante encontrar las palabras adecuadas para pedir vuestro perdón, quince meses en los que he trabajado y aprendido para hacerme digno de vuestras palabras.
-Reconozco que habéis mejorado, aunque veo en vuestros ojos un eco de orgullo, de satisfacción, como si pensarais que con unas pocas frases bien pensadas pudierais borrar todo lo que dijisteis la vez anterior; pero está bien, consideraré que todo lo que habéis dicho es cierto y, os pregunto, ¿qué deseáis que os enseñe?
-El secreto de la espada.
-Tan rápido contestáis, ¿es algo qué hayáis considerado detenidamente? Porque os lo advierto tercer hijo del barón de Piedras verdes, es un camino peligroso, largo y solitario.
-Estoy dispuesto a aceptar todo lo que en ese camino pueda encontrar.
-Tenéis demasiada seguridad, demasiada.
-Si no fuera así jamás habría podido volver a presentarme en vuestro salón.
-Los modales que traéis han mejorado, pero aún tengo dudas.
-¿Dudas? ¿Por qué? Si tan sólo me permitieseis demostraros lo que puedo hacer.
-Si lo que hagáis puede impresionarme, entonces, ¿qué necesitáis aprender de mi?
-¿Acaso es una burla?
-No, sólo una pregunta sincera.
-En ningún momento he querido insinuar que podría asombraros de alguna manera, nada más demostrar que soy digno de vuestro tutelaje.
-No está mal, pero no penséis que porque haya sonreído os tomaré como aprendiz, es posible que nunca lo haga.
-¡Por qué me atacáis?
-Quería saber únicamente cómo de rápido erais y, aunque hayáis bloqueado mi espada y eso os llene de orgullo, os diré que volváis cuando vuestro filo no sea más rápido que vuestra cabeza.


-¡Oh, maestra Lea! Tras quince meses he regresado, mi lengua, ni mi espada, son más rápidas que mi mente, ¿me permitiréis entrar a vuestro salón?
-Pasad, tercer hijo del barón de Piedrasverdes, para que pueda comprobar si lo que decís es verdad.
-Gracias, maestro Lea.
-¿Cómo pensáis demostrarme todo eso? Y, antes de que me deis una respuesta, dejadme advertiros que será la última vez que os deje traspasar mi puerta. Incluso acercaros a esta casa.
-Confío en que esta vez me juzguéis digno.
-Puede que haya esperanza, confianza humilde… ¿Pero porqué sacáis vuestra espada? ¿Pensáis desafiarme? Eso únicamente os granjeará una muerte rápida y, desde luego, no servirá para que crea lo que habéis dicho para que os dejase entrar.
-Reconozco que no he hecho nunca, en verdad, nada para granjearme un gramo de confianza en mi como aprendiz, pero en todo el tiempo que ha pasado al fin he aprendido algo.
-¿El qué? ¿A blandir una espada?
-No.
-Creí que no seríais nunca capaz de aprenderlo. Acabáis de asombrarme y eso no es fácil de conseguir. Puede que sea vuestra maestra, pero antes contestadme una pregunta ¿por qué habéis enfundado vuestra espada?
-Porque es el único sitio donde debe permanecer una hoja afilada, en su funda.
-Una respuesta pausada, donde el cerebro fue más rápido que la boca o la mano. A partir de ahora no sois más Julios Piedrasverdes, el tercer hijo del barón Piedrasverdes. Vuestro nombre será Inar, la primera palabra del lenguaje de las espadas.
-Gracias, maestra.

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