-¿Qué le dijiste, Perses?
-Que qué le dije. Harías mejor en preguntar lo que no salió por mi boca, sería más rápido.
Llegué a donde estaba ella, el jardín de Roems, y la encontré en el banco a los pies de la estutua a Diana, frente a la fuente de los patos. Su risa llenaba el aire haciendo verano este otoño frío, y su cabello suelto al viento era un sol de medio día. No me vio llegar. Me deslicé por su espalda y, mientras respiraba su aroma a melocotón, le susurré al oído, "te quiero". Giró el cuello sobresatalda, pero esbozando la sonrisa más bonita que jamás he visto, una sonrisa de los labios, pero una sonrisa que nacía en los ojos, más allá de donde se esconde el alma. Si mi corazón era ya prisionero suyo ahora también tiene mi alma cautiva.
-¿Y dónde está esa bella dama? ¿Cómo es que no está contigo?
-Porque el momento pasa amigo Beilar... porque el momento pasa y las flores en mis palabras, aunque dulces, ya no son vistosas sino ajadas. Dejé que el verano se alejara de nosotros y llegaran las nieves. Las más terribles que he sentido jamás.
-Pero no veo que perdáis la esperanza.
-Es lo único que me queda, eso, pero es vana. No sobreviviré a este frío, este frío que me atenaza impidiéndome respirar. No, ya he abonado demasiadas veces esos campos para que la semilla muera una y otra vez. Estoy agotado, exiguo de ánimo. Lo que debería hacer sin demora es clavar esta daga sostenida por mi mano en mi propio pecho.
-¡No! ¡Perses, detente! ¡Oh!, ¿qué has hecho, maldito? ¿Por qué locura yaces ahora entre mis brazos? ¿Por qué el calor de tu cuerpo se pierde? ¿Por qué tu sangre se derrama? No entendiste el juego del amor, amigo mío. Llorarán las damas de la corte por tus palabras perdidas, por tu maestría con el lenguaje, por tus poemas, pero nadie lo hará en verdad por ti. Espero que la parca te reciba con un abrazo más caluroso que el que te dio cualquier mujer estando en vida. ¡Necio! ¡Nunca entediste bien! Siempre tan aferrado a ese ideal del loco para el loco.
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