Me dirigí con paso rápido, pero cansado, hacia mi colega. No tenía ganas de mojarme demasiado y su paraguas era la única protección que iba a encontrar contra la lluvia. Me maldije en voz baja por no haber echado uno y, sobre todo, por haber puesto el impermeable demasiado abajo en la maleta. Sacarlo en mitad de la calle no era una opción.
-¿Qué tal el viaje?-preguntó cuando me tuvo cerca.
-Bien, largo, pero bien.
Miraba a mi alrededor, tanteando mis bolsillos, asegurándome de no olvidarme o haber perdido algo. Cuando estuve seguro de que todo estaba en su sitio presté más atención a lo que tenía delante. Su pelo mostraba un nuevo peinado: corto, elegante, moderno y sugerente, y en la fragancia a cereza que desprendía su colonia. También me llamó la atención la equivalencia casi exacta entre el paraguas y su elegante chaqueta azul.
-Ha sido una suerte que pudieras venir a por mi.-dije con una media sonrisa-. Esto es un caos, ¿por dónde?
-Por aquí.-Echó a andar con paso rápido. El tacón de sus botines repiqueteaba contra el suelo cada vez más mojado.
La oscuridad resultaba desconcertante. A través de mis ojos percibía que debían ser cerca de las ocho de la tarde, pero la sensación en mi cuerpo no pasaba de las seis y pico. Aquella divergencia resultaba incómoda e inesperada. El cambio de longitud siempre me ha resultado más fácil de admitir que el de latitud.
-Vamos a ir a comprar antes.-me informó al tiempo que con la mano en la que llevaba el paraguas señaló que debíamos cruzar.
-Me parece perfecto. Tú guías.
El laberinto cuadrangular de calles, me sorprendió. Con la imagen del mapa online no podía hacerme una idea de la longitud que tenían, las había imaginado mucho más cortas.
-Esto es más grande de lo que pensaba.-comenté sin contener mi sorpresa.
-¿A qué engaña?
Asentí.
No recuerdo cuanta tiendas visitamos, pero sí que me encontré a mi colega perfectamente integrada. Para el tiempo que ella llevaba allí me parecía que había cogido un muy buen control del idioma. Lo cual o era verdad o, demostraba mi inexistente conocimiento.
Las bolsas de la compra pronto sumaron su peso al de mi maleta. No era tampoco demasiado, pero el volumen siempre se hace difícil de manejar.
-Ya llegamos, es aquel mortal.-señaló con un dedo.-Dejamos las cosas, damos una vuelta y luego cenamos, ¿por qué tú no tienes hambre todavía verdad?
-No, es pronto.-Y era verdad, no tenía apenas hambre. Es algo que me suele pasar, después de un viaje largo no tiendo a tener el estómago muy dispuesto a comer demasiado.
Subimos las escaleras que llevaban hasta su piso. No tenía el aspecto de ser demasiado viejo, pero tampoco demasiado nuevo. Cuando ví la llave me lo replanteé, tenía que ser un poco viejo. Pregunté dónde podía dejar las cosas, me estiré y, prácticamente, volvimos a salir. Justo cuando abríamos la puerta la de enfrente se cerróo rápidamente. Sólo me dió tiempo a ver un atisbo de rojo.
-Qué velocidad lleva tu vecino.-comenté casual.
-Todavía no lo he visto, ¿puedes creerlo?
-Si llevas aquí dos meses, no.
Se río con la broma.
-Apenas paso por casa, demasiado trabajo.
-Es siempre lo mismo, aquí o allí.-la resignación vibraba en mi voz.-Pero hoy, mañana y pasado no quiero saber nada de trabajo y tú, tampoco.
-¿Saber de...?
Reímos.
Seguía lloviendo.
jueves, 29 de noviembre de 2012
miércoles, 28 de noviembre de 2012
El Enigma del Ladrón de Quesos (1) Llegada.
Cuando cogí el autobús la madrugada del viernes dieciséis, poco podía imaginar que mis minivacaciones iban a convertirse en otra cosa. El viaje hasta el punto de destino fue bueno, aunque demasiado largo. Tener que economizar cogiendo vuelos baratos con múltiples trasbordos resulta siempre agotador.
A la llegada me recibió una suave lluvia, fresca. El cielo, además de gris, comenzaba a teñirse de negro. Eran poco más de las cinco de la tarde pero a mi me parecía que fuesen cerca de las siete. El resultado del cambio de latitud. Con mi maleta a cuestas alcancé la parada de autobús y miré los horarios: por diez míseros minutos se me había escapado. Tendría que esperar casi una hora. Con un gruñido me senté en el banco, serpenteante y verde, a esperar.
Tenía la mirada pendiente de los coches que pasaban, aburrido. Saqué el móvil y lo encendí para que fuera encontrando señal, por experiencias pasadas el "roaming" suele tardar bastante. Cerca de las seis menos veinte encontró red y comenzaron a llegarme SMS variados: los típicos de bienvenida, no me molesté en leerlos, y uno de mi collega allí y en cuya casa iba a alojarme esos días. Mi humor mejoró un poco cuando el texto apareció ante mi: podía ir a recogerme a la parada del autobus en la ciudad.
El trayecto del aeropuerto a la ciudad resultó cuanto menos, peculiar. Creo que en mi vida me he montado en uno que se llenara tanto, ni tampoco en el que el conductor, aparte de no usar los intermitentes y presionar el claxon cada dos por tres, se tuviera que poner a limpiar el cristal de vaho en cada ocasión que se detenía. También era la primera vez en la que nadie parecía saber indicarme, ni aproximadamente, dónde debía bajarme.
Reconozco que, cuanto más pasaba el tiempo y la luz iba volviéndose más oscura, crecía cierto desasosiego en mi estómago. La sensación de no saber dónde estaba era cada vez mayor, porque todos los cristales se habían vestido con una cortina blanca y brumosa: viajaba completamente a ciegas. Lo único que sabía era que estaba en el autobús correcto porque su número coincidía con el del horario en la parada: el dieciséis y que mi parada era la final.
Volví a preguntar, una vez más, tras nueve paradas, por la estación central y, por fin, alguien me contestó que aún quedaba bastante. No era la mejor respuesta pero con ese dato y los que ya tenía, opté por bajarme cuando todo el mundo lo hiciera. Ahí debía ser la última parada.
Al fin logré atisbar, por un pequeño resquicio entre los cristales completamente empañados, el enorme chorro de una fuente. Tenía que ser la parada. El lugar indicado días atrás por mi colega mediante google-maps mostraba una fuente inconfundible. Me bajé a toda prisa, agobiado de tanta gente que estábamos en aquel espacio reducido. Llovía con más intensidad. Busqué entre la gente unos metros más allá. Allí estaba mi colega. Sonreí, tenía un paraguas.
A la llegada me recibió una suave lluvia, fresca. El cielo, además de gris, comenzaba a teñirse de negro. Eran poco más de las cinco de la tarde pero a mi me parecía que fuesen cerca de las siete. El resultado del cambio de latitud. Con mi maleta a cuestas alcancé la parada de autobús y miré los horarios: por diez míseros minutos se me había escapado. Tendría que esperar casi una hora. Con un gruñido me senté en el banco, serpenteante y verde, a esperar.
Tenía la mirada pendiente de los coches que pasaban, aburrido. Saqué el móvil y lo encendí para que fuera encontrando señal, por experiencias pasadas el "roaming" suele tardar bastante. Cerca de las seis menos veinte encontró red y comenzaron a llegarme SMS variados: los típicos de bienvenida, no me molesté en leerlos, y uno de mi collega allí y en cuya casa iba a alojarme esos días. Mi humor mejoró un poco cuando el texto apareció ante mi: podía ir a recogerme a la parada del autobus en la ciudad.
El trayecto del aeropuerto a la ciudad resultó cuanto menos, peculiar. Creo que en mi vida me he montado en uno que se llenara tanto, ni tampoco en el que el conductor, aparte de no usar los intermitentes y presionar el claxon cada dos por tres, se tuviera que poner a limpiar el cristal de vaho en cada ocasión que se detenía. También era la primera vez en la que nadie parecía saber indicarme, ni aproximadamente, dónde debía bajarme.
Reconozco que, cuanto más pasaba el tiempo y la luz iba volviéndose más oscura, crecía cierto desasosiego en mi estómago. La sensación de no saber dónde estaba era cada vez mayor, porque todos los cristales se habían vestido con una cortina blanca y brumosa: viajaba completamente a ciegas. Lo único que sabía era que estaba en el autobús correcto porque su número coincidía con el del horario en la parada: el dieciséis y que mi parada era la final.
Volví a preguntar, una vez más, tras nueve paradas, por la estación central y, por fin, alguien me contestó que aún quedaba bastante. No era la mejor respuesta pero con ese dato y los que ya tenía, opté por bajarme cuando todo el mundo lo hiciera. Ahí debía ser la última parada.
Al fin logré atisbar, por un pequeño resquicio entre los cristales completamente empañados, el enorme chorro de una fuente. Tenía que ser la parada. El lugar indicado días atrás por mi colega mediante google-maps mostraba una fuente inconfundible. Me bajé a toda prisa, agobiado de tanta gente que estábamos en aquel espacio reducido. Llovía con más intensidad. Busqué entre la gente unos metros más allá. Allí estaba mi colega. Sonreí, tenía un paraguas.
Otro Micro...
El mar de dudas que era su cara se transformó en un fuego de ira cuando descubrió porqué no había seguido adelante el proceso: una ventanita oculta que pedía confirmación para continuar. Golpeó el teclado con furia y el "yes" se presionó.
martes, 27 de noviembre de 2012
La Rebelión de las Tazas (1)
Todo quedó en silencio y a oscuras. Tacilla tembló y avanzó lentamente, con cautela, hacia el borde de la cornisa. Asomó la cabeza y contempló la desolación que se extendía abajo, entre las sombras. Aquel día la batalla se cobraba más bajas que ningún otro. La escala creciente era la norma en los últimos tiempos. Cada noche era peor que la anterior.
Sabía que pronto le llegaría el turno. Aquel pensamiento no era nuevo, su ágil cerebro de porcelana lo imaginaba cada vez que cerraba los ojos, en una pesadilla horrenda. Pero no, no estaba dispuesta a permitir que sucediera. Para nada. El tiempo de permanecer tumbados y en silencio debía tocar a su fin. Alzó su bracito y desafió a la oscuridad y el silencio que los envolvía.
Sabía que pronto le llegaría el turno. Aquel pensamiento no era nuevo, su ágil cerebro de porcelana lo imaginaba cada vez que cerraba los ojos, en una pesadilla horrenda. Pero no, no estaba dispuesta a permitir que sucediera. Para nada. El tiempo de permanecer tumbados y en silencio debía tocar a su fin. Alzó su bracito y desafió a la oscuridad y el silencio que los envolvía.
Un microrrelato de esos...
Escribía en su folio de cristal con tinta de hielo y caramelo. Las palabras se sucedían, unas tras otras, sobre la hoja redonda. Únicamente una pregunta: ¿Por qué es tan difícil decir, te quiero?
lunes, 26 de noviembre de 2012
Ausencia
Una pieza que no encuentro, suspiros que se escapan, risas que se recuerdan, ojos que no se miran, palabras que no se escuchan, que no se dicen; recuerdos que te asaltan, recuerdos que se olvidan, recuerdos de ayer, fragancias que no están ahí, notas de melancolía, voces que se buscan... Todo eso, y más, es tu ausencia, pero... sólo lo sabrá el viento.
¿Por qué...?
Aún recuerdo aquella mañana. Me había levantado temprano para evitar los atascos cuando todos iban al trabajo. Mi cartera a un bolsillo, con el dinero y toda la documentación. La libretilla de notas y el bolígrado en el otro, junto al MP-3 que hacía las veces de reproductor de música y de grabador. No estaba contento, aquella entrevista era una tontería y no reflejaba para nada mi trabajo. Me pregunté si sería un castigo del director por aquel artículo, porque no seguí sus instrucciones y entré a saco, como tenía que hacer. Seguramente fuera eso, una reprimenda. Cerré la puerta y cogí el coche.
Llegué temprano, más de diez minutos, así que repasé mentalmente, una vez más, todas las preguntas que debía hacer y añadí otras. Aunque no me gustase, ante todo soy un profesional.
La salita donde me recibieron no era demasiado grande, no estaba bien iluminada ni tenía una pequeña ventana para ventilar. Además, la cantidad de trajes de colores junto a un montón de cachivaches extraños, la hacían aún más opresiva.
Al fin entró el hombre, casi quince minutos tarde. Si no hubiera dejado de fumar y no existiese una ley aintitabaco en esos momentos llevaría ya, al menos, dos cigarros. Me tendió la mano y se la estreché mientras me levantaba de la silla. Con un gesto me indicó que tomara asiento de nuevo, mientras él se situaba frente a mi. No parecía gran cosa: 1'70 cm, la cara ancha, la nariz recta y pequeña, unos ojillos vivos sobre unas ojeras permanentes, pocas cejas; seguramente a causa de alguno de sus trucos con fuego. A primera vista no era nadie en que te fijases al cruzártelo por la calle.
Sin demasiadas ganas empecé la batería de preguntas, todas ellas las típicas en estos casos: ¿Dónde nació? ¿Cómo escogió su nombre artístico? ¿cuándo supo que quería dedicarse a eso de la magia? Así, una tras otra hasta que pronuncié: ¿Y por qué decidió ser mago? Esa no me la respondió, simplemente me entregó una entrada que sacó de alguna parte y me dijo que lo averiguara durante la función de esa noche, si podía.
Nunca, jamás en mi vida había asistido a un espectáculo de magia. Lo veía algo estúpido. Ir a un sitio a que te engañen. Demasiado infantil. Recuerdo como me senté con un hondo suspiro de hastío. Estaba perdiendo mi tiempo.
Comenzó el espectáculo, con luces y sombras que jugueteaban para confundir al espectador. Un gesto y una carta se transformaba en una pelotita, otro y ahora sostenía en la mano una baraja de cartas, las abría y eran pañuelos de colores: rojos, blancos y negros. Mis ojos se clavaban buscando el truco, a mi alrededor aplausos, gritos de sorpresa, risas y respiraciones contenidas, no dejaban oir nada más.
Un puñado de pañuelos se transformaban en dos palomas blancas. ¿Cómo era posible? Había estado observando más allá, olvidándome de los gestos que hacía, obviando sus engaños, pero nada. No veía nada salvo "magia". Cuando quise darme cuenta tenía la boca abierta. Y más tarde, cuando el público al completo rompió en aplausos al finalizar el espectáculo lo entendí, encontré donde se ocultaba el enigma, la magia esquiva. Conseguir que todos riéramos y nos sorprendiésemos igual que los niños pequeños, conseguir eso, ¿cómo no iba a llamarse magia? ¿Cómo no iba alguien querer hacer eso, tener en tus dedos el poder de crear sueños e ilusiones? ¡Cómo no! Y allí, entre todas las risas y aplausos, entre todas las bocas abiertas y los gemidos de emoción, estaba el porqué.
Llegué temprano, más de diez minutos, así que repasé mentalmente, una vez más, todas las preguntas que debía hacer y añadí otras. Aunque no me gustase, ante todo soy un profesional.
La salita donde me recibieron no era demasiado grande, no estaba bien iluminada ni tenía una pequeña ventana para ventilar. Además, la cantidad de trajes de colores junto a un montón de cachivaches extraños, la hacían aún más opresiva.
Al fin entró el hombre, casi quince minutos tarde. Si no hubiera dejado de fumar y no existiese una ley aintitabaco en esos momentos llevaría ya, al menos, dos cigarros. Me tendió la mano y se la estreché mientras me levantaba de la silla. Con un gesto me indicó que tomara asiento de nuevo, mientras él se situaba frente a mi. No parecía gran cosa: 1'70 cm, la cara ancha, la nariz recta y pequeña, unos ojillos vivos sobre unas ojeras permanentes, pocas cejas; seguramente a causa de alguno de sus trucos con fuego. A primera vista no era nadie en que te fijases al cruzártelo por la calle.
Sin demasiadas ganas empecé la batería de preguntas, todas ellas las típicas en estos casos: ¿Dónde nació? ¿Cómo escogió su nombre artístico? ¿cuándo supo que quería dedicarse a eso de la magia? Así, una tras otra hasta que pronuncié: ¿Y por qué decidió ser mago? Esa no me la respondió, simplemente me entregó una entrada que sacó de alguna parte y me dijo que lo averiguara durante la función de esa noche, si podía.
Nunca, jamás en mi vida había asistido a un espectáculo de magia. Lo veía algo estúpido. Ir a un sitio a que te engañen. Demasiado infantil. Recuerdo como me senté con un hondo suspiro de hastío. Estaba perdiendo mi tiempo.
Comenzó el espectáculo, con luces y sombras que jugueteaban para confundir al espectador. Un gesto y una carta se transformaba en una pelotita, otro y ahora sostenía en la mano una baraja de cartas, las abría y eran pañuelos de colores: rojos, blancos y negros. Mis ojos se clavaban buscando el truco, a mi alrededor aplausos, gritos de sorpresa, risas y respiraciones contenidas, no dejaban oir nada más.
Un puñado de pañuelos se transformaban en dos palomas blancas. ¿Cómo era posible? Había estado observando más allá, olvidándome de los gestos que hacía, obviando sus engaños, pero nada. No veía nada salvo "magia". Cuando quise darme cuenta tenía la boca abierta. Y más tarde, cuando el público al completo rompió en aplausos al finalizar el espectáculo lo entendí, encontré donde se ocultaba el enigma, la magia esquiva. Conseguir que todos riéramos y nos sorprendiésemos igual que los niños pequeños, conseguir eso, ¿cómo no iba a llamarse magia? ¿Cómo no iba alguien querer hacer eso, tener en tus dedos el poder de crear sueños e ilusiones? ¡Cómo no! Y allí, entre todas las risas y aplausos, entre todas las bocas abiertas y los gemidos de emoción, estaba el porqué.
Despertar.
La escarcha atenazaba desde hacía años la tierra roja, caliente y palpitante, durmiéndola. No crecía allí el más leve brote de hierba, ni la más pequeña y dulce flor, ningún insecto emitía sus zumbidos, nada. El lugar no era más que un erial marchito, por un invierno que duraba demasiado tiempo. Tanto, que nadie conocía otro color que no fuera el frío blanco, gélido. Así que, cuando una luz pálida, dulce de miel y caramelo apareció, el sentimiento fue miedo. No existían ya recuerdos de una luz diferente a la nívea invernal.
Poco a poco, el rayo cálido y sonriente se tumbó sobre el manto blanco. Acariciándolo. La tierra roja dormida durante demasiado tiempo, empezó a agitarse, a palpitar; intentando alzar los brazos para coger un fragmento de aquella luz, de aquel calor. Al fin, un pequeño dedo verde se abrió paso y se dejó besar por la luz que decía -Ya no es tiempo de invierno, despierta.- Lentamente, los recuerdos blancos se marcharon y vinieron unos que se creían perdidos para siempre.
Poco a poco, el rayo cálido y sonriente se tumbó sobre el manto blanco. Acariciándolo. La tierra roja dormida durante demasiado tiempo, empezó a agitarse, a palpitar; intentando alzar los brazos para coger un fragmento de aquella luz, de aquel calor. Al fin, un pequeño dedo verde se abrió paso y se dejó besar por la luz que decía -Ya no es tiempo de invierno, despierta.- Lentamente, los recuerdos blancos se marcharon y vinieron unos que se creían perdidos para siempre.
viernes, 23 de noviembre de 2012
Temor...
-¿Cuál es el mayor temor del hombre?-preguntó aquella invisible voz de cristales rotos.
No contestó de inmediato. Se sentó en el suelo y apoyó la barbilla sobre uno de sus puños. Repitió la pregunta en su cabeza. El estómago, rugiente de hambre, se apretó más, como si tuviera una piedra dentro. La boca la sentía cada vez más seca.
Era la última pregunta, si contestaba con acierto habría superado todas las pruebas y podría salir de allí, de aquel laberinto, vivo. Se mordió el labio hasta que notó el sabor salado, metálico, de la sangre.-¿Cuánto había pasado ya? ¿Segundos? ¿Minutos? ¿Horas?- Seguía sin encontrar una respuesta. La ansiedad creció más y más, subiendo de su estómago a su pecho y de ahí, escalando por el cuello hasta la cabeza: embotándola. Apretó los puños y notó como sus latidos golpeaban contra las sienes.-¿Al hambre? No, antes puede, pero ahora... Ahora me asusta la sed. ¿Entonces la respuesta es la sed? No, tampoco, la sed sólo lleva a la muerte. ¡Claro, la muerte! Eso es.- Sus labios agrietados y resecos se abrieron lentamente. El corazón se detuvo por un instante, el aire no entraba en sus pulmones. La gargante se contrajo. Equivocarse significaba el final, la oscuridad, la nada. Entonces se percató de lo que realmente helaba sus venas, contraía sus labios y ahogaba sus palabras.
-El temor a equivocarse.-la seguridad invadió su voz como una bebida cálida y reconfortante.
Las paredes de roca fría y oscura se fundieron en un abrir y cerrar de ojos, mientras la voz de cristal roto emitía unas carcajadas que se perdían en la distancia hasta convertirse en silencio. La luz creciente dejó ver un prado verde, junto a un lago que reflejaba el cielo azul salpicado de nubes de algodón. El hombre rió, rió y rió.Por fin era libre, libre de miedos, libre de temores...
No contestó de inmediato. Se sentó en el suelo y apoyó la barbilla sobre uno de sus puños. Repitió la pregunta en su cabeza. El estómago, rugiente de hambre, se apretó más, como si tuviera una piedra dentro. La boca la sentía cada vez más seca.
Era la última pregunta, si contestaba con acierto habría superado todas las pruebas y podría salir de allí, de aquel laberinto, vivo. Se mordió el labio hasta que notó el sabor salado, metálico, de la sangre.-¿Cuánto había pasado ya? ¿Segundos? ¿Minutos? ¿Horas?- Seguía sin encontrar una respuesta. La ansiedad creció más y más, subiendo de su estómago a su pecho y de ahí, escalando por el cuello hasta la cabeza: embotándola. Apretó los puños y notó como sus latidos golpeaban contra las sienes.-¿Al hambre? No, antes puede, pero ahora... Ahora me asusta la sed. ¿Entonces la respuesta es la sed? No, tampoco, la sed sólo lleva a la muerte. ¡Claro, la muerte! Eso es.- Sus labios agrietados y resecos se abrieron lentamente. El corazón se detuvo por un instante, el aire no entraba en sus pulmones. La gargante se contrajo. Equivocarse significaba el final, la oscuridad, la nada. Entonces se percató de lo que realmente helaba sus venas, contraía sus labios y ahogaba sus palabras.
-El temor a equivocarse.-la seguridad invadió su voz como una bebida cálida y reconfortante.
Las paredes de roca fría y oscura se fundieron en un abrir y cerrar de ojos, mientras la voz de cristal roto emitía unas carcajadas que se perdían en la distancia hasta convertirse en silencio. La luz creciente dejó ver un prado verde, junto a un lago que reflejaba el cielo azul salpicado de nubes de algodón. El hombre rió, rió y rió.Por fin era libre, libre de miedos, libre de temores...
jueves, 22 de noviembre de 2012
Ayer y Hoy
Ahí estaba, en el portal, tocando al timbre.
Arreglado, nervioso, con miedo helado en las venas y una flor escondida en la
espalda. No una rosa, un tulipán de sol. Respiró acelerado durante el tiempo
que tardó en oírse una invisible voz sonriente. Le siguió un silencio eterno,
un segundo, y se escuchó-Soy yo-, le siguió el gruñido redondo del cerbero,
franqueándole el paso. Desapareció tras la puerta de rejas verdes y cristal
blanco. Todo quedó en silencio.
Hoy llueve y el gris,
séquito que lleva en hombros al difunto, le acompaña. Ni tulipán, ni rosa, nada
a la espalda. La chaqueta apenas es un velo, y en la cara viaja un erizo
descuidado. Pasan horas y no llega ninguna voz invisible, ninguna voz
sonriente, ninguna voz. El cerbero le mira, le impide el paso. No desaparece
tras la puerta de rejas verdes mordidas de negro, ni tras el cristal que juega
a pirata con un parche de pino. Se marcha perdiéndose en la esquina, dejando un
equilibrista blanco de cuatro piernas en la puerta. Todo quedó en silencio.lunes, 12 de noviembre de 2012
Inconfesablemente tarde.
Era por la tarde, eso lo recuerdo bien. Me dirigía hacia tu casa a toda prisa, aunque eso tú, todavía no lo sabías; aún no lo sabes. Llevaba cerca de un par de horas hablando con un amigo, pero en realidad, lo hacía conmigo mismo. Era un monólogo y eso lo sabíamos bien los dos cuando empezamos la conversación. Sé que me marché confuso y apresurado, decidido después de aquella larga charla.
La calle, recorrida cientos de veces, puede que miles, se tornó más larga que siempre. Veía el otro lado, donde se cruzaba con otra y que encauzaba rumbo a donde quería llegar. Mis pasos no debían de tardar más de tres o cuatro minutos en alcanzar aquel extremo; pero aquel día los segundos eran lentos. ¿Acaso aquella acera ahora era interminable?
Tomé el teléfono de mi bolsillo, el interior del abrigo, de eso también me acuerdo, busqué tu nombre anotado en la agenda, ya no se hace eso de marcar el número con los móviles, y le di a llamar. Sonaron tres tonos y recogiste. Hice un esfuerzo porque mi voz sonara casual: "iba a pasar cerca de tu casa y quería saber como te iba una visitica"; pero te venía mal, ya habías hecho planes. Planes que por arte de magia volvieron mis palabras inconfesables.
¿Cuánto ha pasado? Lo sé, exactamente en días, exactamente en minutos, exactamente en segundos, lo sé en cualquier medida de tiempo que puedas imaginar. Sí, incluso en suspiros. Resuena en mi cabeza lo que pensé aquel día, aquel día que fluyó la frase: "Sea como sea, siempre llego tarde". Un producto de la posible angustia del momento pero que, curiosamente, se torna, una y otra vez, en realidad. Aquel día fue tarde para ti, hoy, fue tarde para otro tú y, puedo asegurar que pronto será tarde para el tú que venga, mañana o pasado...
La calle, recorrida cientos de veces, puede que miles, se tornó más larga que siempre. Veía el otro lado, donde se cruzaba con otra y que encauzaba rumbo a donde quería llegar. Mis pasos no debían de tardar más de tres o cuatro minutos en alcanzar aquel extremo; pero aquel día los segundos eran lentos. ¿Acaso aquella acera ahora era interminable?
Tomé el teléfono de mi bolsillo, el interior del abrigo, de eso también me acuerdo, busqué tu nombre anotado en la agenda, ya no se hace eso de marcar el número con los móviles, y le di a llamar. Sonaron tres tonos y recogiste. Hice un esfuerzo porque mi voz sonara casual: "iba a pasar cerca de tu casa y quería saber como te iba una visitica"; pero te venía mal, ya habías hecho planes. Planes que por arte de magia volvieron mis palabras inconfesables.
¿Cuánto ha pasado? Lo sé, exactamente en días, exactamente en minutos, exactamente en segundos, lo sé en cualquier medida de tiempo que puedas imaginar. Sí, incluso en suspiros. Resuena en mi cabeza lo que pensé aquel día, aquel día que fluyó la frase: "Sea como sea, siempre llego tarde". Un producto de la posible angustia del momento pero que, curiosamente, se torna, una y otra vez, en realidad. Aquel día fue tarde para ti, hoy, fue tarde para otro tú y, puedo asegurar que pronto será tarde para el tú que venga, mañana o pasado...
jueves, 8 de noviembre de 2012
El Principio...
No fue ni aquí, ni ahora. Fue hace tanto tiempo, que bien podría ser ayer, hace diez años o, incluso, mañana o más tarde. Nació para morir, y después, para vivir. Simplemente se colocó ahí, a la espera de que algún incauto se preguntara que era e intentara alcanzarla, acercarse para mirarla, para conocerla, para averiguar más sobre ella; para conocer.
Y ocurrió, que llegó, un día, por la mañana o por la tarde, una mano se acercó y la tocó. Era suave al tacto, y áspera. También fría, y cálida. Los ojos se abrieron como una espiral que gira sobre si misma, curiosos; y vieron la forma que tenía la imagen impactaba más allá del iris iluminado. Se escuchó una pregunta tras la mirada y una respuesta que contaba qué era esa cosa. Y así nació, para morir, para vivir: La Idea, la primera, y la última, de todas.
Y con este primer texto quiero daros la bienvenida a este blog, que ha permanecido mucho tiempo como un lienzo en blanco, enfermo de silencio.
Sed bienvenidos.
Y ocurrió, que llegó, un día, por la mañana o por la tarde, una mano se acercó y la tocó. Era suave al tacto, y áspera. También fría, y cálida. Los ojos se abrieron como una espiral que gira sobre si misma, curiosos; y vieron la forma que tenía la imagen impactaba más allá del iris iluminado. Se escuchó una pregunta tras la mirada y una respuesta que contaba qué era esa cosa. Y así nació, para morir, para vivir: La Idea, la primera, y la última, de todas.
Y con este primer texto quiero daros la bienvenida a este blog, que ha permanecido mucho tiempo como un lienzo en blanco, enfermo de silencio.
Sed bienvenidos.
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