lunes, 5 de diciembre de 2016
3 Palabras (6)
Siempre que quería ver el mundo de forma diferente sabía a dónde tenia que acudir. Aquel era su pequeño rincón. El crisol donde había formulado tantas ideas. Su pequeño secreto. Nadie excepto Arhur sabía quién era él en verdad. Y esperaba que así siquiera por mucho tiempo. Con un suspiro miró alrededor, temeroso de que alguna de las personas en las otras mesas pudieran reconocerlo, pero no parecía que fuera así. Sacó el ordenador portatil de la bolsa y mientras el aparato arrancaba cogió su Jack Daniels Cola, en el que bailaban unos cuantos cubitos de hielo que lentamente se fundían, añadiéndose a la mezcla, suavizándo su sabor al mismo tiempo que la mantenían fría. Levantó el vaso hasta ponerlo a la altura de sus ojos y miró a través de él y del líquido. Sonrio ante las imágenes distorsionadas y dió un trago. Tenía mucho que hacer aquella noche.
3 Palabras (5)
Cerró los ojos y aspiró profundamente. Separó cada sonido en la bodega de carga, todos y cada uno de los olores. Percibió, antes de que se oyera la voz de los marinos anunciarlo, que se acercaban a tierra. En ese momento sintió una profunda armonía. En cuanto se abrió la trampilla salió al exterior y dejó que la brisa marina le golpeara el rostro y llenara sus pulmones. El cielo se teñia de rojo en el amanecer y recortaba las montañas al Este, en la distancia pero cercanas al puerto donde el navío se adentraba. El pulso se le aceleró mientras tomaba consciencia de que estaba más cerca de su verdadero destino: La Ciudad entre las Montañas, o la Ciudad de los Siete Sabios. Allí, entre ellos, empezaría de nuevo su aprendizaje.
3 Palabras (4)
Siempre lo había sabido, que la libertad, la de verdad, no se encontraba en hacer lo que uno quisiera siempre, lo que le viniese en gana a cada momento, no, eso no era libertad para nada; sólo se trataba de una cárcel que nosotros mismos construimos con ladrillos de egoismo. No, la verdadera libertad se encontraba en aprender de todo, a cada instante y, desde luego, sonreír, sonreír hasta que no fueran sólo los labios los que se cansaran de hacerlo, si no todo el cuerpo.
3 Palabras (3)
Le encantaba, tenia que reconocerlo. Le daba vergüenza que la gente lo supiera, pero no podía negarlo por más tiempo, vivía con todos sus sentidos puestos sobre ella. Le admiraba, suponía, la simpleza de sus formas, de su esencia, porque eran como si por ello pudiera contenerlo todo. En cierto modo sabía que era algo enfermizo, aquella incesante búsqueda, pero tenía el convencimiento de que todo habría merecido la pena cuando, miles de kilómetros después, tras haber recorrido el mudno de Sur a Norte y de Este a Oeste, hubiera encontrado la perfecta: PIZZA CUATRO ESTACIONES, la única que en verdad se merecería que se escribiera con mayúsculas.
3 Palabras (2)
«"¡Qué te den!" Fueron sólo tres palabras, pero se grabaron a fuego en Alberto, en su corazón, en su mente y en su alma. Aún podía, tres años después, ver claramente cómo Mariola cogía precipitadamente su ropa, se vestía, tomaba su bolso y arrancaba por el pasillo a toda velocidad hasta llegar a la puerta, que cerró tras de sí con un portazo. En secreto lloraba cada vez que lo recordaba, y lo hacía a menudo. Se preguntaba qué habría sido de Mariola y se juraba que si algún día volvía a tenerla delante haría más que pronunciar un ambiguo "Lo siento". Habia tenido mucho tiempo para sufrir y pensar bajo aquellas hirientes tres palabras, bajo el yugo de aquel merecido: "¡Qué te den!"».
3 Palabras (1)
«Raúl estiró la chaqueta, intentando eliminar las arrugas que se le habían formado al ir sentado en el asiento del coche. Su mirada, perdida en el infinito, se cruzó con la de sus dos sobrinos: Violeta y Pedro, de siete y cinco años. Los dos observaban con los ojos muy abiertos las caras tristes de los adultos. No entendían las lágrimas que vertían algunos. Dejó de intentar quitar la arruga, no lo iba a conseguir, y se acercó a los dos niños. Se agachó y les dio un abrazo.
--¿El abuelo está malito? --preguntó con candidez Violeta sin soltarle la mano a su hermanito.
Raúl esbozó una sonrisa y levantándose le revolvió el pelo a la niña, mientras expelía un largo suspiro y pensaba: "La vida continua"».
--¿El abuelo está malito? --preguntó con candidez Violeta sin soltarle la mano a su hermanito.
Raúl esbozó una sonrisa y levantándose le revolvió el pelo a la niña, mientras expelía un largo suspiro y pensaba: "La vida continua"».
domingo, 6 de noviembre de 2016
Brujaoscura
Todos teméis a la Reina Negra, palideceis al escuchar la más ligera mención de la Brujaoscura. Todos vosotros y cualquiera que haya nacido en Valin. Anciano, mujer, hombre o niño, todos habéis oído hablar de la temible reina que habita en el corazón del Bosque Negro. Incluso en las ciudades más allá del Mar Argento, al Sur, tiemblan al oír sus muchos nombres. Y quién no conoce las terribles leyendas de las masacres perpretadas por la bruja, los infantes devorados, los baños en la sangre de las vírgenes. Ninguno. Todos las habéis oído, todos las conocéis, todos, pero la verdadera historia, la línea que separa lo cierto de la leyenda, nadie, porque la verdad murió sepultada hace mucho tiempo por el miedo. Dejadme que os la cuente, dejad que mis palabras os arrebaten el miedo como un vino caliente y especiado junto a una chimenea se lleva el frío de la noche de invierno. Escuchad y no olvidéis beber mientras lo hacéis.
Todo comenzó hace mucho, mucho, mucho tiempo, como sucede con todas las historias que merecen la pena ser contadas. El Bosque Negro no siempre se llamó así, no, antes de ese nombre la gente lo llamaba S'hamira: un reino lleno de belleza, con edificios siempre relucientes y un castillo de altas y perfectas torres blancas en cuyos tejados ondeaban banderas de suave y brillante celeste. En todos los rincones S'hamira era conocida como La Joya del Este. Nada podía superar a la ciudad en belleza, nada, salvo su reina, Aratti, la Reina Rubí, así llamada por su roja cabellera. S'hamira había sido siempre un reino próspero y nunca tanto como bajo el mandato del rey Enthor, querido esposo de Aratti. Pero nada dura para siempre y S'hamira no fue una excepción. En el Solsticio de Verano, en la fiesta del trigésimo tercer aniversario del rey, los Vhastani, los Siete Magos Supremos de las Siete Ciudadelas, entregaron un regalo a Enthor, como habían hecho durante los último siete años: una visión. Una visión terrible. El futuro próspero de S'hamira tocaría a su fin y la mano ejecutora de tal desgracia sería la Reina de Rubí. Enthor entró en cólera y expulsó a los magos del reino y ordenó que todos en la fiesta la abandonaran.
Aunque el rey había sentido el ultraje y la ofensa en las palabras de los magos, negándose a creerlas, la semilla de la duda se aferró a su corazón. Los días pasaron, llenando las semanas, y la mirada de Enthor se volvió más fría y distante cuando recaía en su esposa. Los murmullos comenzaron a correr tras las espaldas y al final, en el solsticio de invierno, tras un verano con una sequía como no se había conocido, las cosechas perdidas y unas nieves que habían aniquilado el otoño, llevando al hambre al reino, el rey recordó las palabras de los magos y mandó apresar a la reina, a la que envió a una torre donde no habría de tener contacto con nadie. Dónde sería olvidada por el bien del reino. Los gritos y el llanto de Aratti fueron ignorados.
Traicionada y sola, el corazón de Aratti, siempre vibrante, comenzó a marchitarse, llenándose poco a poco de la negrura de la tristeza y la desesperación. El rey no había ido a verla a pesar de sus súplicas. Sus sirvientes ni tan siquiera se dignaban a darle noticias sobre el destino de S'hamira. Finalmente, siete años después de su encierro, las puertas de su celda de plata, se abrieron. La sombra que había sido la Reina de Rubí, se aventuró al exterior. Nadie había en la torre ni más allá. Tomó el polvoriento camino y dejó que sus pasos vacilantes la llevaran a la capital del reino. Mientras recorría los caminos, no reconocía los lugares, no parecía haber nada. Las aldeas lucían abandonadas, los campos consumidos y los bosques antes frondosos y verdes no eran más que raquíticos esqueletos de ramas. Llegó a S'hamira donde ya no ondeaban brillantes banderas y el color de las torres ya no era el blanco, sino el negro de la piedra derruida. Llegó a la sala del trono y encontró un hombre consumido en la vejez y la locura, no lo reconoció al principio, no, pero allí estaba su querido rey. El espectro la miró sin verla, sin un atisbo de reconocimiento en sus ojos vacíos. Antes de que pudiera pronunciar alguna palabra, el hombre expiró.
Aratti derramó amargas lágrimas durante toda la noche, sin moverse del lado del cadáver de quién había sido su esposo. Al amanecer se levantó y marchó hacia las Siete Ciudadelas, a las que, desaparecido S'hamira, todos llamaban ahora la Gema del Oeste. Aratti pidió audiencia con los Siete Magos Supremos. El círculo de los hombres mágicos se cerró sobre ella con miradas inquisitivas y llenas de sorpresa. La reina sólo preguntó: "¿por qué?" Se rieron durante largo rato y al fin contestaron: "Que después de mucho tiempo sólo habían encontrado una solución para lograr la caída de S'hamira, arrebatarle su corazón, dónde residía su poder". Al principio Aratti no entendió las palabras de los magos, pero en el momento en el que lo hizo su cuerpo vibró y brilló con un rojo carmesí. Comprendió el poder que le había sido otorgado y dónde antes había habido gentileza y prosperidad, ahora sólo albergaba pena, angustia y negrura. Los Magos se percataron tarde de su error y desaparecieron engullidos en el poder creciente de la Reina de Rubí. Las Siete Ciudadelas los siguieron. Hoy día nadie las recuerda, nadie sabe dónde pudieron existir. Tras eso Aratti retornó a S'hamira dónde su único deseo fue que jamás nadie volviera a envidiarlo. Y así fue como nació el Bosque Negro, ese lugar dónde nadie quiere ir, donde nadie se atreve a adentrarse. Ahora los sabéis: no hay maldad alguna en la Reina Negra, sólo la más profunda de las penas. Incluso hay quien dice que Iratti, la Reina de Rubí aún está viva y que su belleza no se ha marchitado.
Todo comenzó hace mucho, mucho, mucho tiempo, como sucede con todas las historias que merecen la pena ser contadas. El Bosque Negro no siempre se llamó así, no, antes de ese nombre la gente lo llamaba S'hamira: un reino lleno de belleza, con edificios siempre relucientes y un castillo de altas y perfectas torres blancas en cuyos tejados ondeaban banderas de suave y brillante celeste. En todos los rincones S'hamira era conocida como La Joya del Este. Nada podía superar a la ciudad en belleza, nada, salvo su reina, Aratti, la Reina Rubí, así llamada por su roja cabellera. S'hamira había sido siempre un reino próspero y nunca tanto como bajo el mandato del rey Enthor, querido esposo de Aratti. Pero nada dura para siempre y S'hamira no fue una excepción. En el Solsticio de Verano, en la fiesta del trigésimo tercer aniversario del rey, los Vhastani, los Siete Magos Supremos de las Siete Ciudadelas, entregaron un regalo a Enthor, como habían hecho durante los último siete años: una visión. Una visión terrible. El futuro próspero de S'hamira tocaría a su fin y la mano ejecutora de tal desgracia sería la Reina de Rubí. Enthor entró en cólera y expulsó a los magos del reino y ordenó que todos en la fiesta la abandonaran.
Aunque el rey había sentido el ultraje y la ofensa en las palabras de los magos, negándose a creerlas, la semilla de la duda se aferró a su corazón. Los días pasaron, llenando las semanas, y la mirada de Enthor se volvió más fría y distante cuando recaía en su esposa. Los murmullos comenzaron a correr tras las espaldas y al final, en el solsticio de invierno, tras un verano con una sequía como no se había conocido, las cosechas perdidas y unas nieves que habían aniquilado el otoño, llevando al hambre al reino, el rey recordó las palabras de los magos y mandó apresar a la reina, a la que envió a una torre donde no habría de tener contacto con nadie. Dónde sería olvidada por el bien del reino. Los gritos y el llanto de Aratti fueron ignorados.
Traicionada y sola, el corazón de Aratti, siempre vibrante, comenzó a marchitarse, llenándose poco a poco de la negrura de la tristeza y la desesperación. El rey no había ido a verla a pesar de sus súplicas. Sus sirvientes ni tan siquiera se dignaban a darle noticias sobre el destino de S'hamira. Finalmente, siete años después de su encierro, las puertas de su celda de plata, se abrieron. La sombra que había sido la Reina de Rubí, se aventuró al exterior. Nadie había en la torre ni más allá. Tomó el polvoriento camino y dejó que sus pasos vacilantes la llevaran a la capital del reino. Mientras recorría los caminos, no reconocía los lugares, no parecía haber nada. Las aldeas lucían abandonadas, los campos consumidos y los bosques antes frondosos y verdes no eran más que raquíticos esqueletos de ramas. Llegó a S'hamira donde ya no ondeaban brillantes banderas y el color de las torres ya no era el blanco, sino el negro de la piedra derruida. Llegó a la sala del trono y encontró un hombre consumido en la vejez y la locura, no lo reconoció al principio, no, pero allí estaba su querido rey. El espectro la miró sin verla, sin un atisbo de reconocimiento en sus ojos vacíos. Antes de que pudiera pronunciar alguna palabra, el hombre expiró.
Aratti derramó amargas lágrimas durante toda la noche, sin moverse del lado del cadáver de quién había sido su esposo. Al amanecer se levantó y marchó hacia las Siete Ciudadelas, a las que, desaparecido S'hamira, todos llamaban ahora la Gema del Oeste. Aratti pidió audiencia con los Siete Magos Supremos. El círculo de los hombres mágicos se cerró sobre ella con miradas inquisitivas y llenas de sorpresa. La reina sólo preguntó: "¿por qué?" Se rieron durante largo rato y al fin contestaron: "Que después de mucho tiempo sólo habían encontrado una solución para lograr la caída de S'hamira, arrebatarle su corazón, dónde residía su poder". Al principio Aratti no entendió las palabras de los magos, pero en el momento en el que lo hizo su cuerpo vibró y brilló con un rojo carmesí. Comprendió el poder que le había sido otorgado y dónde antes había habido gentileza y prosperidad, ahora sólo albergaba pena, angustia y negrura. Los Magos se percataron tarde de su error y desaparecieron engullidos en el poder creciente de la Reina de Rubí. Las Siete Ciudadelas los siguieron. Hoy día nadie las recuerda, nadie sabe dónde pudieron existir. Tras eso Aratti retornó a S'hamira dónde su único deseo fue que jamás nadie volviera a envidiarlo. Y así fue como nació el Bosque Negro, ese lugar dónde nadie quiere ir, donde nadie se atreve a adentrarse. Ahora los sabéis: no hay maldad alguna en la Reina Negra, sólo la más profunda de las penas. Incluso hay quien dice que Iratti, la Reina de Rubí aún está viva y que su belleza no se ha marchitado.
jueves, 6 de octubre de 2016
Pequeños "Te Quiero"
Pequeños "Te Quiero"
"Te quiero demasiado como para que sigamos hablando, como para que sigamos viéndonos. Te quiero demasiado como para continuar sabiendo de ti. Te quiero demasiado como para no renunciar a ti. Adios, no olvides que te quiero".
"Y los -te quiero- fueron, poco a poco, apagándose. Luego le siguieron las palabras, simples saludos, simples sonrisas, simples miradas. Después llegó el silencio. Y por último el olvido para quedarse".
"Te quiero. Con locura. Como sólo se puede querer a una persona, como sólo te puedo querer a tí, como sólo sé quererte. Quererte es mi vida, pero que no lo sepas me está matando. Y no sé cuando te podré decir -Te quiero-. No lo sé, y eso también me va quitando vida de poquito a poco. Pero te quiero".
"Te quiero como nunca quise a nadie, pero a ti eso no te importa. Ni siquiera sabes quién soy. Cómo vas a saber que te quiero con locura. Que te quiero más que a nada. Más que a mí mismo, más que a mis sueños. Te quiero".
" -Te quiero- Esas fueron las palabras malditas que te alejaron de mí. Dos. Ni una más, ni una menos. -Te quiero-, las palabras más terribles que pueden ser oídas cuando no queremos a quien las pronuncia. -Te quiero -, las palabras que infunden miedo y precipitan al rechazo y el olvido".
"Te quiero demasiado como para que sigamos hablando, como para que sigamos viéndonos. Te quiero demasiado como para continuar sabiendo de ti. Te quiero demasiado como para no renunciar a ti. Adios, no olvides que te quiero".
"Y los -te quiero- fueron, poco a poco, apagándose. Luego le siguieron las palabras, simples saludos, simples sonrisas, simples miradas. Después llegó el silencio. Y por último el olvido para quedarse".
"Te quiero. Con locura. Como sólo se puede querer a una persona, como sólo te puedo querer a tí, como sólo sé quererte. Quererte es mi vida, pero que no lo sepas me está matando. Y no sé cuando te podré decir -Te quiero-. No lo sé, y eso también me va quitando vida de poquito a poco. Pero te quiero".
"Te quiero como nunca quise a nadie, pero a ti eso no te importa. Ni siquiera sabes quién soy. Cómo vas a saber que te quiero con locura. Que te quiero más que a nada. Más que a mí mismo, más que a mis sueños. Te quiero".
" -Te quiero- Esas fueron las palabras malditas que te alejaron de mí. Dos. Ni una más, ni una menos. -Te quiero-, las palabras más terribles que pueden ser oídas cuando no queremos a quien las pronuncia. -Te quiero -, las palabras que infunden miedo y precipitan al rechazo y el olvido".
jueves, 8 de septiembre de 2016
400 Cartas Azules
"400 Cartas Azules", así se titulaba aquel libro, un libro más en el estante de una librería, uno más de entre los que se escribieron y se escribirían sobre el amor, pero para los que llegaron a cogerlo entre sus manos y leer parte alguna, sobre todo la que hablaba sobre el origen del libro, posiblemente se sorprenderieron y dejaron de pensar que era un libro más, uno de tantos; porque entre sus hojas habitaba un alma que nunca dejaría de amar.
"¿Cómo empezó?" Esa es la pregunta para la que ahora quieres, seguro, una respuesta. Pues de una forma sencilla. Después de la muerte de mi amigo Roberto, con 37 años, demasiado jóven dirán muchos, pero uno no se muere cuando quiere, sino cuando le toca, y a él le tocó en ese momento, en aquel cruce un día lluvioso cerca de las 12 de la noche y un autobús que no logró frenar a tiempo; recayó en mí guardar sus cosas, seleccionar qué se quedaba y qué se tiraba o enviaba a alguna beneficiencia, y así fue como me encontré una caja de madera, una especie de estuche en el que al principio pensé que encontraría óleos pero no, lo que había en el interior eran un montón de sobres de color azul. Todos iban dirigidos a la misma persona, Ana, y todos estaban fechados. Me quedé mirándolos durante varios minutos mientras no quería creerme que lo hubiera hecho, hacía más de un año que habíamos tenido la conversación, en el café de siempre. Las palabras de Roberto resonaron en mi cabeza con fuerza:
--¿Sabes lo que voy a hacer? --dijo super convencido.
--No.
--Escribirle, escribirle todos los días.
--¿Para qué? Estás diciendo una tontería.
--Puede, pero es lo que quiero hacer, no tendrá sentido, será una locura, pero es lo que me pide el cuerpo, es lo único que puedo hacer.
--Es una locura, eso te lo digo yo ya.
--No lo es, porque cuando nuestros caminos vuelvan a encontrarse, que lo harán, se las daré, todas, una por cada día, una por cada día que la amé.
--Y entonces te encerrarán.
--Ríete, pero sabes que lo haré, me conoces.
--Sí, claro que sí.
Eso fue lo que dije y donde se terminó la conversación. Desde luego que había esperado que escribiera unas pocas, al menos las dos primeras semanas, pero después, después no lo podía creer, sencillamente. No después de que estuviera un par de meses con Mercedes y después de eso, y de no haber ocurrido el accidente aquel fatídico 23 de Marzo, habría cumplido seguro el año con Aurora.
«Así que lo hiciste, maldito y querido loco», pensé al rato cuando mi mente se recuperó de los recuerdos. Empecé a pasar los dedos entre los sobres, contándolos, y entonces lo vi, uno de un color diferente, uno morado que en la multitud de azules, me había pasado desapercibido. Lo saqué, curioso y leí con incredulidad, Esteban, mi nombre. Con las manos temblorosas y el pulso acelerado, lo abrí. El mensaje era breve y el alma se me cayó a los pies. Quería que yo me encargara de dárselas. Desconozco el porqué, pero lo cierto es que la única pregunta que me vino a la cabeza fue: ¿Cómo? Lo primero que se me ocurrió y en lo que invertí cerca del primer mes fue en intentar localizar a Ana por amigos comúnes, en las redes sociales, pero fue sin éxito, nuestra relación en general, la del grupo de amigos, no acabó demasiado bien y Ana parecía estar fuera de mi alcance. Así fue como, un día de tormenta durante el verano, uno de los poquísimos que hubo, y a la luz de las velas por el apagón, se me ocurrió. Me ví obligado a abrir cada una de las cartas, leerlas y transcribirlas al ordenador. Fueron unas semanas de trabajo árduo y muy doloros, aunque también muy gratificante, la sensibilidad de Roberto así como su pasión y el amor que destilaban eran únicos, era imposible no vibrar, reír y llorar. Estaba convencido que si lograba publicar aquellas cartas, 400, 400 días, 400 mensajes ininterrumpidos de amor, antes o después llegarían hasta Ana. Y así fue como surgió el "400 Cartas Azules", firmado bajo seudónimo y con una única dedicatoria al principio: "A Ana".
"¿Qué si Ana lo leyó?" Te puedo asegurar que lo hizo. ¿Recuerdas aquella chica de cabellos rubios y rizados, jersey verde y vaqueros celestes, que estaba sentada justo a la entrada hace media hora? Pues era ella y justo antes de que se marchara la he visto cerrar la última página.
"¿Cómo empezó?" Esa es la pregunta para la que ahora quieres, seguro, una respuesta. Pues de una forma sencilla. Después de la muerte de mi amigo Roberto, con 37 años, demasiado jóven dirán muchos, pero uno no se muere cuando quiere, sino cuando le toca, y a él le tocó en ese momento, en aquel cruce un día lluvioso cerca de las 12 de la noche y un autobús que no logró frenar a tiempo; recayó en mí guardar sus cosas, seleccionar qué se quedaba y qué se tiraba o enviaba a alguna beneficiencia, y así fue como me encontré una caja de madera, una especie de estuche en el que al principio pensé que encontraría óleos pero no, lo que había en el interior eran un montón de sobres de color azul. Todos iban dirigidos a la misma persona, Ana, y todos estaban fechados. Me quedé mirándolos durante varios minutos mientras no quería creerme que lo hubiera hecho, hacía más de un año que habíamos tenido la conversación, en el café de siempre. Las palabras de Roberto resonaron en mi cabeza con fuerza:
--¿Sabes lo que voy a hacer? --dijo super convencido.
--No.
--Escribirle, escribirle todos los días.
--¿Para qué? Estás diciendo una tontería.
--Puede, pero es lo que quiero hacer, no tendrá sentido, será una locura, pero es lo que me pide el cuerpo, es lo único que puedo hacer.
--Es una locura, eso te lo digo yo ya.
--No lo es, porque cuando nuestros caminos vuelvan a encontrarse, que lo harán, se las daré, todas, una por cada día, una por cada día que la amé.
--Y entonces te encerrarán.
--Ríete, pero sabes que lo haré, me conoces.
--Sí, claro que sí.
Eso fue lo que dije y donde se terminó la conversación. Desde luego que había esperado que escribiera unas pocas, al menos las dos primeras semanas, pero después, después no lo podía creer, sencillamente. No después de que estuviera un par de meses con Mercedes y después de eso, y de no haber ocurrido el accidente aquel fatídico 23 de Marzo, habría cumplido seguro el año con Aurora.
«Así que lo hiciste, maldito y querido loco», pensé al rato cuando mi mente se recuperó de los recuerdos. Empecé a pasar los dedos entre los sobres, contándolos, y entonces lo vi, uno de un color diferente, uno morado que en la multitud de azules, me había pasado desapercibido. Lo saqué, curioso y leí con incredulidad, Esteban, mi nombre. Con las manos temblorosas y el pulso acelerado, lo abrí. El mensaje era breve y el alma se me cayó a los pies. Quería que yo me encargara de dárselas. Desconozco el porqué, pero lo cierto es que la única pregunta que me vino a la cabeza fue: ¿Cómo? Lo primero que se me ocurrió y en lo que invertí cerca del primer mes fue en intentar localizar a Ana por amigos comúnes, en las redes sociales, pero fue sin éxito, nuestra relación en general, la del grupo de amigos, no acabó demasiado bien y Ana parecía estar fuera de mi alcance. Así fue como, un día de tormenta durante el verano, uno de los poquísimos que hubo, y a la luz de las velas por el apagón, se me ocurrió. Me ví obligado a abrir cada una de las cartas, leerlas y transcribirlas al ordenador. Fueron unas semanas de trabajo árduo y muy doloros, aunque también muy gratificante, la sensibilidad de Roberto así como su pasión y el amor que destilaban eran únicos, era imposible no vibrar, reír y llorar. Estaba convencido que si lograba publicar aquellas cartas, 400, 400 días, 400 mensajes ininterrumpidos de amor, antes o después llegarían hasta Ana. Y así fue como surgió el "400 Cartas Azules", firmado bajo seudónimo y con una única dedicatoria al principio: "A Ana".
"¿Qué si Ana lo leyó?" Te puedo asegurar que lo hizo. ¿Recuerdas aquella chica de cabellos rubios y rizados, jersey verde y vaqueros celestes, que estaba sentada justo a la entrada hace media hora? Pues era ella y justo antes de que se marchara la he visto cerrar la última página.
miércoles, 7 de septiembre de 2016
El Pacto de los Amantes
... El silencio de la multitud, la ausencia de rostros en un mar de caras, el frío gélido del invierno en un día de verano, una luz suave y vibrante donde el sol golpeaba con toda su fuerza, todo esto y más los rodeaba; pero no importaba. Nada importaba, sólo sus miradas, sólo el sonido de sus corazones acelerados, sólo el tacto de su piel. Respirar no era fácil, apresados los pulmones por el anhelo del momento, atenazado el estómago por la demora, por la impaciencia. Una sonrisa que únicamente el otro podía entender cruzó uno de los rostros, uno sobre un cuello cuyo cuerpo se escondía dentro de una piel blanca, larga y aterciopelada, una piel que era suya nada más que aquel día. La magia, únicamente visible para sus ojos, ganaba fuerza, completando cada punzada que había de tejer las hebras del hechizo que transformaría dos vidas en una vida de dos vidas y, al fin, llegó ese primer beso después de muchos, ese último beso al que seguirían muchos más, ese beso...
viernes, 10 de junio de 2016
Rendición
No podía creerlo, sencillamente no podía. Camaris no había dormido aquella noche. La inminente batalla lo había mantenido despierto, así que estaba allí, sobre la colina en la que habían desplegado el campamento sus fuerzas, cuando las puertas del castillo se abrieron de par en par, el rastrillo subió con el sonído metálico e intermitente de las cadenas y el puente levadizo cayó pesadamente. Sin duda fue una imagen que no esperaba ver. Abrió la boca para ladrar órdenes a sus hombres y hacer frente a una salida de los soldados en el castillo, cuando solamente cruzó el umbral un pequeño grupo de cuatro jinetes portando una banderola blanca y azul.
--¿Parlamento? --Lanzó la pregunta al aire, sin que hubiera nadie cerca como para oírlo o responderle. Se giró con brusquedad y clavó la vista en el soldado más cercano --¡Que traigan mi caballo! ¡Y que me acompañe mi escolta! ¡De inmediato!
Camaris lanzó una mirada alrededor antes de subirse a su montura, buscando a una persona de la que no había sabido nada en toda la noche. Una idea pesada como una losa cruzó su mente y sintió cómo el estómago se le tensaba: «¿Podía ser que...? No, no es posible».
La partida del castillo aguardaba a mitad del camino. Camaris y los suyos no tardaron en llegar hasta ellos y en cuanto lo hicieron, el viejo general se quitó el casco y el resto, tanto de un bando como de otro, lo imitaron. Los rostros enemigos dejaron ver el nerviosismo que sentían, pero no era sólo eso, también podía notarse el miedo. Un miedo profundo y terrible. Miedo puro y sin tapujos.
--General Camaris --dijo respetuosamente el que parecía liderar al grupo.
--De Dubré --contestó, provocando la respuesta en el otro que sin duda no esperaba que el comandante enemigo supiera su nombre.
--La plaza es vuestra --informó con pesar.
--¿Puedo saber el motivo de tan súbito cambio de parecer? ¿Y el Maestre Cornel?
--Muerto. Muerto junto a todos sus oficiales y tres de sus hombres de confianza.
«¡Por los Dioses! ¿Qué has hecho? ¿Qué demonios has hecho, chico?», las preguntas cruzaron fugaces por la mente del general, que no dejó que
--¿Parlamento? --Lanzó la pregunta al aire, sin que hubiera nadie cerca como para oírlo o responderle. Se giró con brusquedad y clavó la vista en el soldado más cercano --¡Que traigan mi caballo! ¡Y que me acompañe mi escolta! ¡De inmediato!
Camaris lanzó una mirada alrededor antes de subirse a su montura, buscando a una persona de la que no había sabido nada en toda la noche. Una idea pesada como una losa cruzó su mente y sintió cómo el estómago se le tensaba: «¿Podía ser que...? No, no es posible».
La partida del castillo aguardaba a mitad del camino. Camaris y los suyos no tardaron en llegar hasta ellos y en cuanto lo hicieron, el viejo general se quitó el casco y el resto, tanto de un bando como de otro, lo imitaron. Los rostros enemigos dejaron ver el nerviosismo que sentían, pero no era sólo eso, también podía notarse el miedo. Un miedo profundo y terrible. Miedo puro y sin tapujos.
--General Camaris --dijo respetuosamente el que parecía liderar al grupo.
--De Dubré --contestó, provocando la respuesta en el otro que sin duda no esperaba que el comandante enemigo supiera su nombre.
--La plaza es vuestra --informó con pesar.
--¿Puedo saber el motivo de tan súbito cambio de parecer? ¿Y el Maestre Cornel?
--Muerto. Muerto junto a todos sus oficiales y tres de sus hombres de confianza.
«¡Por los Dioses! ¿Qué has hecho? ¿Qué demonios has hecho, chico?», las preguntas cruzaron fugaces por la mente del general, que no dejó que
sábado, 28 de mayo de 2016
Asedio
Camaris se agarró uno de los pocos mechones de pelo que le quedaban sobre la cabeza, lo estrujó y lió antes de soltaro y emitir un largo suspiro cargado de resignación.
--Es imposible --aseveró el anciano general --. Del todo imposible. ¡Maldita sea su estupidez! Si hubieramos atacado cuando el comandante Márel aconsejó y no cuando ordenó ese maldito bastardo advenedizo del hermano del rey, habríamos tomado la fortaleza sin apenas perder un hombre; pero ahora, ahora que se han acontonado todas las fuerzas renmitas vamos a necesitar toda el apoyo de Dios posible y una gran cantidad de buena suerte. --Escupió al suelo con desprecio --. ¡Malnacido! Tengo que enviar miles de hombres a la muerte por el capricho de un noble. Los odio. Los odio a todos.
--Dejádmelo a mí --solicitó una voz tras Camaris, que se volvió hacia su origen.
--¿Te has vuelto loco? Te matarán en cuanto te acerques a la muralla. Y aun cuando lograras acercarte al maestre Cornel y sus leales, ¿qué crees que sucederá? No son pomposos idiotas de palacio. Hablamos de hombres curtidos en batalla. Y no batallas cualquiera. Lo que hicieron en las Quebradas se estudia en todas las academias de guerra. Incluidas las de allende los mares. No. Morirás.
--Seguís sin tener fe en mis habilidades después de todo.
--Nunca he enviado a los hombres a una misión imposible. No voy a empezar ahora. El castillo caerá, pero habrá de acerlo como siempre se ha hecho, pagando el precio: tiempo y sangre, mucha sangre.
--Si os deja dormir mejor no me enviais, yo mismo lo hago. Al alba el castillo será vuestro.
--Estás loco, pero si lo que quieres es morir no seré yo quien te lo impida.
Camaris volvió otra vez su vista hacia el castillo, a lo lejos, sobre el pesado y desafiante peñasco. Las almenas se teñian de rojo. El atardecer moría a sus espaldas.
--Es imposible --aseveró el anciano general --. Del todo imposible. ¡Maldita sea su estupidez! Si hubieramos atacado cuando el comandante Márel aconsejó y no cuando ordenó ese maldito bastardo advenedizo del hermano del rey, habríamos tomado la fortaleza sin apenas perder un hombre; pero ahora, ahora que se han acontonado todas las fuerzas renmitas vamos a necesitar toda el apoyo de Dios posible y una gran cantidad de buena suerte. --Escupió al suelo con desprecio --. ¡Malnacido! Tengo que enviar miles de hombres a la muerte por el capricho de un noble. Los odio. Los odio a todos.
--Dejádmelo a mí --solicitó una voz tras Camaris, que se volvió hacia su origen.
--¿Te has vuelto loco? Te matarán en cuanto te acerques a la muralla. Y aun cuando lograras acercarte al maestre Cornel y sus leales, ¿qué crees que sucederá? No son pomposos idiotas de palacio. Hablamos de hombres curtidos en batalla. Y no batallas cualquiera. Lo que hicieron en las Quebradas se estudia en todas las academias de guerra. Incluidas las de allende los mares. No. Morirás.
--Seguís sin tener fe en mis habilidades después de todo.
--Nunca he enviado a los hombres a una misión imposible. No voy a empezar ahora. El castillo caerá, pero habrá de acerlo como siempre se ha hecho, pagando el precio: tiempo y sangre, mucha sangre.
--Si os deja dormir mejor no me enviais, yo mismo lo hago. Al alba el castillo será vuestro.
--Estás loco, pero si lo que quieres es morir no seré yo quien te lo impida.
Camaris volvió otra vez su vista hacia el castillo, a lo lejos, sobre el pesado y desafiante peñasco. Las almenas se teñian de rojo. El atardecer moría a sus espaldas.
lunes, 11 de enero de 2016
Caída (i)
Miró hacia atrás, girando el cuello y sin dejar de correr, lo justo para comprobar que aún seguían tras él. La punzada del miedo se hizo mayor y amenazó con paralizar todo su cuerpo allí mismo. La respiración, acelerada por la carrera y la adrenalina, se volvió más pesada, más difícil. Se golpeó la rodilla izquierda contra la esquina de una mesa vieja y rota que alguien había dejado tirada en medio de la azotea, y trastabilló. Tocó el suelo, pero apoyó la mano para evitar caer del todo. La palma comenzó a arderle y no tardó en sentir una sensación tibia y viscosa. Estaba sangrando, pero no tenía tiempo de ver si la herida era grave o no. Volvió a lanzar una mirada a su espalda, sus perseguidores no se veían, pero era consciente de que continuaban tras él. Podía notarlos. El techo por el que corría terminaba. Se detuvo brúscamente al chocar contra la oxidada barandilla. Desde allí podía contemplar los otros edificios que sobresalían, más bajos, iguales, o más altos que en el que él estaba, por encima de la nube de contaminación que ocultaba los sectores inferiores. No volvió a mirar hacia atrás para ver cuánta distancia de ventaja tenía, no era necesario, el hedor le hizo saber que se encontraban justo trás él. Lo pensó dos veces pero tan rápido que fue como si no lo hiciera. Se cogió a la barandilla con las manos, clavó un pie y se impulsó. Comenzó a caer. Primero una caída de casi doscientos metros hasta la bruma de basura, después de eso aún le aguardaban varios centenares más de metros, eso si no se aplastaba antes contra algún saliento o los restos de los edificios en ruinas. La aceleración no tardó en verse sustituida por una sensación de ingravidez. Tomó la última bocanada de aire antes de penetrar la nube. Cerró los ojos.
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