Estaba de espaldas, sentado en el sofá, con las piernas colgando de uno de los reposabrazos. La habitación estaba en penumbra, sólo una pizca de luz se atrevía a luchar contra las sombras, colándose a través de las rendijas en persianas y cortinas. Eran las siete y media de la mañana de un mes lluvioso de marzo.
Me acerqué casi sin hacer ruido y acaricié su hombro al tiempo que preguntaba con voz silenciosa.
-¿Por qué lloras?
Su cabeza, de castaño dorado, se giró, dejandome ver su cara con unos ojos verdes manzana anegados por las lágrimas. La abracé y sentí el calor tibio de su cuerpo a través de la camisa celeste que llevaba.
-Porqué hay momentos felices de los que sólo puedes sacar conclusiones tristes.
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