Este era un lugar donde el verdor mostraba todos sus tonos. Miles de florecillas de cientos de colores desprendían sus dulces y suaves fragancias. El agua discurría clara y rápida. Allí se agrupaban un montón de albaricoques que daban la fruta más dulce que jamás podrías probar. El cielo siempre se veía azul y salpicado por nubes de algodón. Podías tumbarte durante horas en el manto verde, y dejarte acariciar por el viento mientras sentías como la felicidad te embargaba de la cabeza a los pies, mientras tu mirada se perdía sobre los picos aún blancos de nieve.
Pero todo eso fue antes de que la ceniza lo cubriera todo. Un polvo gris, ácido y esteril, que asfixió la última brizna de hierba, que quemó cada árbol y cada flor, y que tiñó el cielo de su mismo color, convirtiéndolo en un único tono. Y, poco a poco, esa misma ceniza abrasa cada recuerdo dulce y feliz que tengo de este lugar.
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