martes, 25 de diciembre de 2012

El Enigma del Ladrón de Quesos (4) Desenrollando la Madeja.

Allí estábamos los dos, sentados en un banco en plena estación de tren de un pequeño pueblecito al sur de Italia, esperando. Alguien había robado de mi mochila la bolsa con los quesos. Podríamos haber ido a la policía, posiblemente es lo que deberíamos haber hecho, pero, por un lado no eramos capaces de dejar pasar la oportunidad de resolverlo y por otro, casi con toda seguridad la policía no habría hecho nada.

La aguja larga se deslizaba lentamente. De vez en cuando una voz salía de los altavoces. Habíamos tenido el tiempo suficiente para hacer memoria. Desde que saliéramos de Bari fueron cuatro paradas hasta nuestro destino. El vagón en ningún momento había estado demasiado lleno, como mucho diez personas. Un viejo de gafas redondas y cristales gruesos que viajaba en el asiento más cercano a la salida en el mismo sentido del trayecto, dormitando apoyado sobre a ventana durante todo el trayecto y que había continuado la marcha después de bajarnos nosotros. Una pareja cercana a los treinta con vestimentas de sport y de nylon posiblemente, candidatos por el material pero no por el color, abrigos plateados frente al hilo azulado, y porque nunca habían estado cerca de nuestros asientos. Dos señoras que hablaban demasiado rápido y muy alto, con ropas de color oscuro que se montaron y bajaron a la vez que nosotros. Un grupo de chavales de instituto. Una chica que no paraba de hablar por el móvil con un jersey rosa chicle, justo detrás de nosotros y un joven, veintiuno, con un chandal nike blanco y azul, con una mochila al hombro. También tenía el pelo corto y moreno y su cara era bastante ancha y cuadrada. Sus hombros estaban bastante elevados y la espalda ancha, por lo que era fácil deducir que le gustaba machacarse en el gimnasio. Éste era nuestro mejor candidato. Había tenido tiempo, la oportunidad y bajó del tren en la misma parada que nosotros. Aunque eso sí, el motivo seguía siendo un misterio.

Puede resultar raro que haya hecho esa descripción tan clara de todos los que iban en el vagón con nosotros, pero, como decía antes, la fuerza de la costumbre es increíblemente poderosa y, aunque no quiera, mi mente está tan acostumbrada a fijarse en todo que luego solo tengo que recordar y, anotar. Y además, no estaba sólo, éramos dos, por lo que poco se nos podía escapar.




-¿Estás segura de lo que te ha dicho?-pregunté a mi colega. Ella había estado hablando un buen rato con un hombre que parecía trabajar en la estación, ya que vestía el traje típico de los revisores y estaba allí al bajar y seguía estando cuando regresamos. El hombre se había mostrado increíblemente cooperador.  Hay tipos por ahí realmente convincentes, capaces de obtener respuestas de casi todo el mundo, porque simplemente provocan pánico; pero estos a veces fallan. Sin embargo, una cara bonita con una buena mirada y una sonrisa estudiada es la llave perfecta para cualquier secreto. Las mujeres como mi colega son las que realmente me dan miedo. No creo que nadie pueda guardarles un secreto, lo que a veces tengo que reconocer, no hace que me sienta tranquilo. Aunque, afortunadamente, ella no abusa de ese arma, aunque podría.
-Completamente.-me contestó segura. Tenía que creermelo porque mi conocimiento de italiano era menor que cero y allí el inglés, como ya dije, es un idioma no demasiado extendido, igual que en mi querida tierra natal. Además, sus años de experiencia eran tantos como los míos. Si había algún error sólo podía estar en la fuente y, en un proceso como el que estábamos siguiendo, eso ocurre más a menudo de lo que nos gustaría.
-Entonces esperaremos.

La manecilla larga se puso en el doce, dando las cinco en punto. Un tren pasó de largo con estruendo y levantando una ventolera. Daba cierto miedo cuando los vagones pasaban a toda velocidad. Estaba absorto, viendo como se alejaba cuando mi colega me dió un leve codazo para llamar mi atención.
-Mira.-seguí su mirada hasta dar con la mujer del móvil. Estaba hablando.
-¿Y si le preguntas?
Realmente no hacía falta que hiciera la sugerencia. Mi colega ya estaba en pie, acercándose a la mujer. Lo hizo disimuladamente y, justo cuando colgó, le preguntó algo. No lo entendí pero tuvo que ser gracioso, porque ambas rieron un poco. Dejé de prestar atención con los oídos, frustrado.
-¿Qué te ha dicho?-pregunté cuando regresó.
-Pues que el chico cogió un par de bolsas de debajo del asiento.
-La próxima vez pondré la mochila arriba o en el asiento donde pueda verlas.
-También me ha dicho que suele hacer este trayecto una vez al mes, igual que ella.
-Una chica observadora.
-Todas las mujeres lo somos.-sonrió con cierta malicia.
No sabría concretar si es algo que mi colega creía así o si lo dijo más por meterse un poco conmigo. Pensándolo bien, posiblemente por ambas razones.

La mujer del móvil tenía razón, el chico apareció con su mochila al hombro. Ahora presentaba un aspecto cansado. Decidimos observarlo. No teníamos pruebas de que hubiera sido él, aún debíamos conseguirlas. El tren llegó unos pocos minutos después, nos montamos en el mismo vagón.

sábado, 22 de diciembre de 2012

La...

Lo mejor de aquella noche no fue acariciar tu cabello. Tampoco el tacto de seda de tus labios de un delicado rosado. Ni el perfume dulce de tu piel que saboreaba con las manos, perdidas en los caminos de tu cuerpo como un viajero curioso e inquieto. Y siquiera podría ser el calor tibio de nuestros cuerpos mientras se amaban el uno al otro como si tuvieran una mente propia y ajena, pero faltaría a la verdad. Si bien nada de eso podré olvidar jamás, lo mejor fue la sonrisa de tus ojos.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

La Canción del Bosque (2)

 Capítulo 2, Salmoralo

  La carreta crujía cada vez que las ruedas pasaban por un adoquín mal colocado o un pequeño bache, dando la impresión de que fuera a desmontarse allí mismo.
   En su equipaje Elbert llevaba una carta del rey con la que podría conseguir ayuda en caso de necesitarlo, o eso se suponía; y otra de su tesorero, Loturo, un hombre de aspecto enfermizo y mal encarado, que debía presentar al conde regente de Bahialuna para que le proporcionara cuantos fondos fuesen precisos. Suspiró resignado. No era la primera vez que trataba con la nobleza y siempre ocurría lo mismo, daba igual que el título fuera rey, conde o barón, todos querían siempre llevar a cabo proyectos, caros, sin soltar oro alguno.
   La visión de la enorme extensión de playa que era Bahíaluna en la distancia, perdiéndose a lo lejos, hizo que se detuvieran. Era algo que merecía la pena saborear. La arena entre blanca y rojiza, el mar cristalino, entre azul y verde, acariciando la costa con unos dedos suaves e intensos, como los de un amante entregado. Las nubes de algodón sobre el cielo, viajando rápido a ninguna parte. Podían incluso sentir el olor del agua y la sal, en la piel y en la boca. Las casas blancas y el puerto se integraban perfectamente en la escena, como la uña con el dedo.
-Es preciosa.-dijo en voz baja, cautivado, Elbert.
-¿No la habiáis visto nunca?.-el cochero de la carreta sonrió, apacible.
-No desde aquí, siempre he ido en barco.
-Una imagen también hermosa, pero no como esta. No como esta.
-Para nada.
-Creo que deberíamos continuar, el rey no admitirá retrasos.
   Casabastro, uno de los hombres que Peltos había puesto al servicio de Elbert, rompió la magia del momento. El carretero chasqueó suavemente el látigo y los caballos se pusieron, mansamente, en marcha.

  El palacio del conde de Bahíaluna era una mezcla entre, las nuevas tendencias de ventanales amplios y paredes rectas y, las antiguas tradiciones de muros gruesos de piedra, con pequeños ventanucos. Posiblemente el resultado de múltiples reconstrucciones época tras época.
  Varios heraldos, con vistosos trajes de colores, salieron a su encuentro para darles la bienvenida antes de alcanzar la puerta en los muros.

  La estancia donde lo condujeron era amplia, libre de columnas y la pared frente a la entrada era casi por completo un enorme ventanal con vistas a la playa, al puerto y al mar. En ella esperaba un hombre de piel endurecida por la sal y bronceada por el sol, cabello negro y espeso, recogido en una cola que le llegaba hasta el final de la espalda. Con los ojos del color de la mañana, pero con un brillo de peligro tras ellos. Sus ropas eran de un azul profundo e intenso, salpicadas de detalles en plata que recordaban las olas de un día de marejada salpicada de peces con miradas esmeraldas y granates.

-¡Oh, mi querido Elbert!-la sonrisa amplia y cálida lo tomó por sorpresa.-Soy el conde Salmoralo. ¡Bienvenido a Bahíaluna! Nuestro querido rey envió varias palomas avisando de que vendriáis.
-Gracias por este recibimiento, conde.-hizo una reverencia acusada. No le había pasado inadvertido que un banquete, en su honor, estaba siendo preparado mientras hablaban.
-Sólo Salmoralo, el título de conde es, a veces, demasiado pesado y, en esta ocasión no hay causa para tener que llevarlo. Y yo puedo llamaros Elbert, ¿verdad?
-Desde luego, conde... Salmoralo.-sonrió torpemente.-Tengo una carta para vos del administrador Loturo.
   Sacó el sobre de papel, un tanto humedecido. El conde lo cogió y lo dejó en una mesa sin abrirlo.
-Seguro que adivino lo que dice, he de proporcionaros todos los medios que preciséis para vuestra investigación. Y todos sabemos que eso siempre se reduce a dinero. Lo único que pone en las cartas de Loturo es: ¡"Entregad vuestro oro"!. Es como un bandido que, en vez de apuntar con una ballesta, lo hace con el sello real.
  Si no hubiera sido por la seriedad con la que el conde hablaba, Elbert habría esbozado una sonrisa.
-Pero no dejaremos que eso nos quite el buen humor, siempre es motivo de celebración que un agente de su majestad venga a hacer asuntos a la humilde ciudad de Bahíaluna, la más bonitas de todas las de Ririan.
-Desconozco si el rey Peltos opinará lo mismo, pero yo tengo que reconocer que la belleza de este lugar es diferente a todas las que he tenido el placer de vislumbrar.
 Salmoralo pareció satisfecho con la respuesta.
-¡Vamos! Un banquete aguarda.-sonrió.-Espero que os guste el pescado.
-Por supuesto.
-Bien, seguidme entonces.

sábado, 15 de diciembre de 2012

El Aprendiz...



-¡Oh, maestro Lea! Al fin os he encontrado. No ha sido una tarea fácil.
-¿Siempre os titubea tanto la voz o es porque no esperabais encontrar a una mujer?
-Reconozco que eso me ha turbado unos instantes, pero no. Lo cierto es que no esperaba hallaros en un lugar… como este.
-No es especialmente sensato juzgar el hogar de quien no conoces y al que deseas pedir algo, ¿por qué vienes para eso verdad?
-Desde luego no pretendía tal cosa, os ruego que me disculpéis, es sólo que son tantas las canciones que se cuentan sobre vuestra grandeza y maestría que resulta imposible imaginar que viváis en esta humilde cabaña. Y, el rubor en mi cara os habrá contestado vuestra pregunta.
-Sí que lo ha hecho, pero poco me importa; no puedo evitar sentirme ofendida ante vuestras palabras, ¿acaso no es mi salón digno de vuestra presencia? ¿Indigno de hasta un lugar que sólo existe en vuestra imaginación?
-De nuevo os pido que perdonéis mis palabras, mis gestos y la mirada a vuestras vacías paredes.
-¿Sois incapaz de contener vuestra lengua? ¿Tenéis algún tipo de problema en el cerebro? ¿O acaso carecéis de él? No, no hagáis ni el más mínimo intento de interrumpirme o puede que perdáis algo que no queréis perder. ¿Cuál es vuestro nombre? ¿Y cuál vuestro linaje?
-Soy Julios Piedrasverdes, tercer hijo del barón de Piedrasverdes.
-Sólo el tercer hijo de un barón, un don nadie que se cree capaz de valorar donde descansa una leyenda, alguien que blandió las doce espadas y que venció al más grande de los grandes, Íbar Hoja del Oeste. Julios Piedras verdes, salid de aquí de inmediato y regresad solo cuando vuestra boca no sea más rápida que vuestro pensamiento.


-¡Oh, maestra Lea! Han pasado quince meses, quince meses en los que no he parado de lamentar mis desafortunadas palabras, quince meses en los que he intentado a cada instante encontrar las palabras adecuadas para pedir vuestro perdón, quince meses en los que he trabajado y aprendido para hacerme digno de vuestras palabras.
-Reconozco que habéis mejorado, aunque veo en vuestros ojos un eco de orgullo, de satisfacción, como si pensarais que con unas pocas frases bien pensadas pudierais borrar todo lo que dijisteis la vez anterior; pero está bien, consideraré que todo lo que habéis dicho es cierto y, os pregunto, ¿qué deseáis que os enseñe?
-El secreto de la espada.
-Tan rápido contestáis, ¿es algo qué hayáis considerado detenidamente? Porque os lo advierto tercer hijo del barón de Piedras verdes, es un camino peligroso, largo y solitario.
-Estoy dispuesto a aceptar todo lo que en ese camino pueda encontrar.
-Tenéis demasiada seguridad, demasiada.
-Si no fuera así jamás habría podido volver a presentarme en vuestro salón.
-Los modales que traéis han mejorado, pero aún tengo dudas.
-¿Dudas? ¿Por qué? Si tan sólo me permitieseis demostraros lo que puedo hacer.
-Si lo que hagáis puede impresionarme, entonces, ¿qué necesitáis aprender de mi?
-¿Acaso es una burla?
-No, sólo una pregunta sincera.
-En ningún momento he querido insinuar que podría asombraros de alguna manera, nada más demostrar que soy digno de vuestro tutelaje.
-No está mal, pero no penséis que porque haya sonreído os tomaré como aprendiz, es posible que nunca lo haga.
-¡Por qué me atacáis?
-Quería saber únicamente cómo de rápido erais y, aunque hayáis bloqueado mi espada y eso os llene de orgullo, os diré que volváis cuando vuestro filo no sea más rápido que vuestra cabeza.


-¡Oh, maestra Lea! Tras quince meses he regresado, mi lengua, ni mi espada, son más rápidas que mi mente, ¿me permitiréis entrar a vuestro salón?
-Pasad, tercer hijo del barón de Piedrasverdes, para que pueda comprobar si lo que decís es verdad.
-Gracias, maestro Lea.
-¿Cómo pensáis demostrarme todo eso? Y, antes de que me deis una respuesta, dejadme advertiros que será la última vez que os deje traspasar mi puerta. Incluso acercaros a esta casa.
-Confío en que esta vez me juzguéis digno.
-Puede que haya esperanza, confianza humilde… ¿Pero porqué sacáis vuestra espada? ¿Pensáis desafiarme? Eso únicamente os granjeará una muerte rápida y, desde luego, no servirá para que crea lo que habéis dicho para que os dejase entrar.
-Reconozco que no he hecho nunca, en verdad, nada para granjearme un gramo de confianza en mi como aprendiz, pero en todo el tiempo que ha pasado al fin he aprendido algo.
-¿El qué? ¿A blandir una espada?
-No.
-Creí que no seríais nunca capaz de aprenderlo. Acabáis de asombrarme y eso no es fácil de conseguir. Puede que sea vuestra maestra, pero antes contestadme una pregunta ¿por qué habéis enfundado vuestra espada?
-Porque es el único sitio donde debe permanecer una hoja afilada, en su funda.
-Una respuesta pausada, donde el cerebro fue más rápido que la boca o la mano. A partir de ahora no sois más Julios Piedrasverdes, el tercer hijo del barón Piedrasverdes. Vuestro nombre será Inar, la primera palabra del lenguaje de las espadas.
-Gracias, maestra.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Cuando...

Cuando mis oídos te acarician y, mis labios te miran y, mis ojos te oyen; entonces... Lo sé.

lunes, 10 de diciembre de 2012

La Canción del Bosque (1)

Capítulo 1. El Mandato del Rey.

El palacio del monarca de Ririan era uno de los más grandes y opulentos de todo el imperio de Tursan. La corte del rey Peltos Rocaoro destilaba riqueza y elegancia por todas partes, por eso Elbert, humilde erudito, se sentía abrumado. Sus ojos se posaban en cada tapiz, rematado siempre en oro, que colgaba en un pasillo. Las armaduras que adornaban los huecos siempre presentaban joyas engarzadas, en el peto, en los guantes o en las doradas empuñaduras de las armas que sostenían los guerreros vacíos. Hasta los ropajes de los criados eran de seda, rematados en plata. En esos momentos, Elbert estaba completamente absorto en los dibujos del faldón del hombre que lo guiaba.

Se detuvieron ante una enorme puerta, custodiada por dos enormes guardias. El criado la abrió y le cedió el paso.
-Su majestad os espera dentro.
Asintió nerviso antes de cruzar el umbral.

En su cara se pintó de asombro. Los techos abovedados eran increíblemente altos y, cada uno, presentaba una pintura de increible realismo. Los capiteles de las columnas refulgían con dorado. Y, frente a él, una ventana toda de cristal se abría, dando paso a un balcón gigantesco. No podía creer que estuviera en los aposentos personales del rey.
-Venid, pasad.-llamó desde el exterior.
Peltos Rocaoro se quedó parado, mirándolo con curiosidad y esbozó una mueca de disgusto.
-No os imaginaba tan joven.-suspiró.-Levantáos y tomad asiento.
Obedeció de inmediato cesando en su reverencia y se sentó. Se mantuvo callado, no había estado mucho en la corte pero sí lo suficiente como para saber que no debía hablar a menos que se le preguntar algo directamente o, se le diera permiso.
-Según he oído os jactáis de conocer casi todas las leyendas del reino y más allá.-Elbert asintió tímidamente.-Incluso, que habéis ido en busca de alguno de estos mitos y cuentos.
Volvió a mover la cabeza arriba y abajo, por la voz del rey le resultaba evidente su desaprobación.
-Aunque me parezca una locura, necesito que salgáis en busca de una de estas fábulas para mi.-tocó una campanilla y aparecieron, casi al instante, varios criados.-¿Queréis algo de beber?
-Un té estaría bien.-balbuceó.
-Vamos, rápido, traedlo y también una manzanilla. Y no olvidéis las galletitas, vamos, vamos.-se giró y quedó dándole la espalda, mirando toda la ciudad de Edirian que se desparramaba ante ellos, visible desde el balcón.-¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Muchas historias hay sobre el dragón del bosque de Lubaen, ¿conoceréis alguna verdad?
-Sí, majestad, alguna.-no sabía si permanecer sentado o levantarse.
-Eso está bien porque quiero que localicéis la guarida de la criatura.
-¿Del dragón?
-Así es, ¿no podéis hacerlo?
Dudó unos instantes. Sabía de muchos que habían intentado averigüar si existía o no el dragón de cuentos y leyendas sobre Lubaen sin éxito y que, la mayoría, habían regresado locos o algo peor, si es que lo hacían.
-No sabré si puedo hacerlo o no hasta que investigue un poco.-Peltos se giró para tenerlo de cara y, torció el gesto entre disgustado y aburrido.-No siempre existe la criatura o puede ser encontrada.-Se arrepintió de esas palabras, pero tenía que decirlas.
-Con esa falta de fe no me extraña que no encontréis todo lo que buscáis, pero,-se encogió de hombros.-me han dicho que soís el mejor, así que el trabajo es vuestro y estoy seguro de que no me decepcionaréis.
Elbert se preguntó por un momento en qué se estaba metiendo, él no había pedido nada y tenía muchas cosas que hacer, pero, sabía que a un rey no se le podía decir que no. Tragó saliva.
-Seber, el administrador, se encargará de proporcionar todo lo que podáis necesitar.
El silencio se hizo muy espeso. Elbert se levantó y empezó a salir de allí, notando que el rey había dado por terminada aquella reunión.
-Una cosa más, tenéis tres meses.
Hizo una reverencia antes de abandonar los aposentos del rey, con la cabeza llena de preguntas y, también, con una creciente preocupación en su estómago.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

¿Magnético?

-¿Poder?
-Sí, eso digo, poder. No te lo crees pero hay gente capaz de dotar de poderes a una cosa. Sí, una cosa como puede ser un color.
-¡Venga ya!
-No es ninguna tontería.
-No, que va, es algo más.
-Déjame demostrártelo.
-Venga.
-Mira allí.
-¿Dónde? ¿Allí?
-Sí, justo. ¿Y bien, te convences? Digo que si te convences.
-¿Cómo?
-¿Qué si has visto mi demostración?
-¿Qué?
-La demostración... Ya la he hecho.
-Sí... seguro.
-Ni te has dado cuenta, pero no te has enterado de nada de lo que te he dicho.
-Claro que sí.
-Venga, ¿qué he dicho?
-Pues... pues...
-¿Ves? Te has quedado magnetizado por esa mujer vestida de rojo. Lo que yo te decía, hay quien es capaz de darle poder a algo como el color rojo...

martes, 4 de diciembre de 2012

-¿Una rosa? No. Tampoco un clavel. Sí, una amapola... No, para nada. ¡Ya! La flor de lis. Pero es que no. ¿Tal vez una camelia? Demasiado vulgar, ¿no? Desde luego. La flor de coral, es posible... No, otra. Es otra. Una orquidea. Sí, las orquídeas son bellas, son exóticas, son delicadas, demasiado delicadas, demasiado... ¿Qué flor serías? ¿Una campanilla? Puede ser, es bonita, estilizada, sí cómo tus piernas, pero no, eso no eres tú, muy poco. Sólo una parte, no el todo. Entonces, ¿cuál? Ya, lo sé. Un pensamiento, todos los pensamientos...

domingo, 2 de diciembre de 2012

El Enigma del Ladrón de Quesos (3) El comienzo del enigma.

A las siete y media de la mañana sonó el despertador. El sonido no lo reconocía. No era el mío, pero eso no importaba, sirvió a su propósito. Mi colega en la cama de al lado se levantó casi de un salto. Yo tardé algo más. Siempre he adorado esos minutos después de despertarse, sobre todo los días de frío.

Yo tomé leche con cacao bien cargado, con galletas de chocolate. No puedo evitarlo, las calorías son mi perdición. Mi colega, en cambio, podría decirse que es el espejo de la salud en persona: leche, cereales y fruta. Mientras, charlamos sobre a qué sitios íbamos a ir. En algunos ella ya había estado, en otros, no, pero de todos, al menos, tenía referencias.

No me llevó demasiado arreglarme, al hamere duchado la noche antes, lo único que hice fue darme un pequeño remojón para despejarme. Resulta increíble lo que nos condicionan las costumbres. Para mi resulta difícil salir de casa por la mañana sin haber pasado por la ducha. Ya vestido me asomé a la habitación. Mi colega estaba ultimando los detalles frente al espejo. Me resultó curioso ver a través del reflejo como se aplicaba la mascarilla en las pestañas. Una de esas cosas que uno ve de vez en cuando hacer a una amiga, una novia, una madre, pero nunca repara en ellas hasta que lo hace: también lo encontré sexy. Sé que estas cosas no tienen mucho que ver con el tema que nos ocupa, pero cuando me decidí a escribir sobre esto, decidí contarlo todo. Hasta el más mínimo detalle.

Cuando terminó, en apenas unos minutos, le dije.
-Perfecta.
Ella sonrió. No hacía falta que yo se lo dijera, lo sabía. Aún así, a mi me educaron de esa forma: a una mujer siempre hay que decirle que está guapa, sobre todo, cuando es verdad.

Ya en la calle de nuevo quedé en las manos de mi colega, aunque el camino era prácticamente el mismo sólo que a la inversa, el que ahora fuera de día, para mi convertía las calles en las de otra ciudad. Siempre me ha pasado igual.

Llegamos a la estación de trenes antes de las nueve, con más de veinte minutos para coger el nuestro. Pero viendo la enormidad que era el edificio no íbamos sobrados de tiempo. De hecho, cuando comenzamos a andar por los andenes, buscando en el que debíamos esperar, a mi se me asemejó a un laberinto. Desde luego aquella estación no está hecha para alguien que la conozca. Casi era una locura similar a la que veía en el conductor del autobús a mi llegada.

Una vez en el vagón me enseñó el mapita de la primera ciudad que visitaríamos. Dejé mi mochila con todas las cosas a un lado.

A mitad de trayecto, serían las diez y cinco de la mañana, recuerdo sacar la botella de agua para beber un poco y dejar la mochila abierta para poder guardarla y sacarla con facilidad. A las diez y cuarenta minutos, metí todo lo que estaba fuera y corrimos hacia la puerta del vagón. Era nuestra parada.

La estación de tren resultó no estar en el centro, cosa que me resultó bastante sorprendente. Creo que no he ido a ninguna ciudad en la que la estación principal no esté bien centrada. Pero eso nos dio la ocasión de dar un agradable paseo.

Si tuviera que definir el sitio donde estábamos en dos palabras creo que serían: bonito y peculiar.

Antes de comer, cerca de las dos de la tarde, un poco antes de tener que coger el tren hasta el siguiente destino, lo que hicimos fue lo típico que hace uno cuando es un turista despistado: andar, entrar en tiendas, hacer fotos, comprar alguna cosa, perderse y preguntar. Así que, un poco cansados, nos dispusimos a saciar el hambre, no demasiada, todo hay que decirlo. Saqué el agua, la bolsa con el pan, la bolsa con el embutido y, la bolsa con los quesos, no estaba. ¿Cómo era posible?

En ese momento saqué todo el contenido de la mochila y empezamos a analizarlo. No tuvimos que mirar demasiado para ver un hilo sintético, posiblemente de nylon, enganchado en una de las cremalleras de la mochila. Eso, a pesar de nuestra intención de mantenernos alejados del trabajo, provocó que nuestras mentes se pusieran en marcha. Ocurrió, como pasa demasiado a menudo, que la fuerza de la costumbre era demasiado poderosa. Teníamos ante nosotros un enigma: ¿qué había sido de la bolsa de quesos? Sé que te preguntarás porqué una pregunta, un enigma, era fuerza de la costumbre para nosotros; y no tengo inconveniente en decírtelo: mi colega y yo somos detectives privados.