Las luces rojizas del fuego
consumiendo la ciudad danzaban y daban una luz extraña al campamento. Godei empujó
a uno de los guardias de la tienda que intentó cerrarle el paso y el hombre
acabó en el suelo, entre la tierra y la nieve. Una mirada del enjuto general
bastó para que el otro detuviera el gesto de apuntarle con la lanza.
—¿Qué habéis hecho? —demandó
saber furibundo.
Defontes,
de pie al lado de una pesada mesa con varios planos de la ciudad sobre ella, y
varios de los hombres que estaban con él posaron la mirada sobre Godei.
—Detener una insurrección —contestó
Defontes carente de preocupación.
—¡Pater, no podéis estar de
acuerdo con esto! —Clavó sus ojos Sesmón.
—Pero lo estoy —el hombre sonrió —.
Es más, ha sido mi idea.
—¿Os habéis vuelto locos? Valaro
se habría entregado. No había ninguna necesidad de… De esto.
Sesmón
hizo un rápido movimiento con la mano y un abrecartas en forma de daga salió
disparado de la mesa contra Godei. El veterano general no fue capaz de esquivar
el furtivo ataque por completo y el acero se clavó profundo en su pecho con
inusitada fuerza. Sintió cómo la hoja se abría paso entre la piel, el músculo y
el hueso hasta alcanzar su pulmón derecho. La respiración se le volvió difícil
y dolorosa. Intentó sacar el puñal en su costado pero éste salió despedido manejado
por una fuerza invisible y volvió a clavársele, una, una y otra vez, una, hasta
que el general se derrumbó chorreando sangre al suelo y entre bocanadas
ensangrentadas se le escapaba la vida.
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