Anare
se tocó la cicatriz rosada en su sien izquierda. Nunca supo cómo se la había
hecho. Lo único que Marata, su madre adoptiva, había sido capaz de decirle es que había sido
el fuego el que había quemado su piel cuando apenas era un bebé. Sonrió al
rostro que le devolvía la mirada desde el espejo y suspiró con intensidad. Le gustaba
la asimetría que ganaba con aquella marca “de nacimiento”. Con un único
movimiento descolgó la capa y se cubrió con ella, cerrándola con su preciado
broche plateado con forma de escarabajo. Tomó una fuerte bocanada de aire antes
de salir y cruzó el umbral de la puerta. Se cubrió la cabeza con la capucha para
evitar la lluvia. Las estrellas aún eran vibrantes y el sol no comenzaba a
despuntar en el Este. Caminó todo lo rápido que le permitieron sus piernas y
alcanzó el Patio de los Cobres. Su cara se llenó de decepción al descubrir que
no había sido la primera. Ni tan siquiera llegó para estar entre los diez
primeros en la cola. No. Mientras se acercaba contó todas las personas que
tenía delante. Treinta, ni más ni menos. Algunos de los aspirantes giraron las
cabezas para ver al recién llegado. Anare esbozó una sonrisa e inclinó la cabeza
en señal de saludo. Pocos le devolvieron el gesto. Para cuando las puertas de
los Magistrados se abrieron la cola había superado el centenar. Dos hombres de
caros ropajes de intenso color ocre, con intrincadas líneas de brillante hilo
verde oliva, empezaron a recorrer, uno a cada lado, la línea de jóvenes. Cada
pocos pasos se detenían e intercambiaban algunas palabras con la mirada. Anare
casi podía escuchar lo que se decían. Su corazón comenzó a bombear fuerte.
Tanto que la ensordeció cuando los dos se detuvieron justo antes de llegar a
ella. Se miraron de nuevo entre ellos.
La
joven estiró su mano y tocó levemente el hombro del muchacho justo delante de
ella. La manipulación fue sutil. Ahora ella estaba delante y él detrás. Contuvo
la respiración. Los dos se giraron, dando la espalda a todos los que estaban
más allá en la cola y con un gesto alzaron una barrera tras ellos.
—¡Avanzad! —ordenó uno de ellos.
Anare
dejó escapar el aire que había retenido en los pulmones y se permitió sonreír. La
euforia la embargaba. Lo había hecho. Una traslación tan eficaz que nadie lo
había notado. No se podía decir ni que hubiera durado un instante.
—No creas que ha pasado
desapercibido —resonó una voz en
su cabeza.
No necesitó girar el cuello para
saber que el mensaje provenía del hombre de ropa ocre que no había hablado aún.
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