lunes, 17 de febrero de 2014

El Último Viaje

La pluma de pavo reflejó la luz del pequeño farol, que iluminaba el escritorio, y emitió algunos destellos verdiazulados. Despacio, con mucho mimo, mojó la punta en el tintero para continuar escribiendo. Aspiró hondo mientras miraba sus trazos, su pulso ya no era como antes. Mojó de nuevo y miró de reojo la luz rutilante, encerrada entre cristales. Se quedó un momento con la vista fija en la llama, pensativo, y, después, prosiguió. Dejó la pluma sobre la mesa, a un lado de los folios, sopló sobre la tinta y se ajustó las lentes antes de empezar a leer lo último que había escrito:

Partida y adiós. La Comarca, después de que Frodo Bolsón la rescatara. Los amigos que se fueron. Los amigos que se quedaron.

Por Samsagaz Gamyi


Sonrió satisfecho y cerró lentamente el libro. Aspiró el aroma de la piel roja de las tapas que mantenían aquella encuadernación y la acarició con una mano, despacio. El cuero rojo había perdido tras los años el brillo, pero ahora tenía un aspecto regio, sabio. Sin saber porqué lo abrió de nuevo y hojeó despacio. Allí estaba la letra errabunda de Bilbo y la escritura apretada y fluida de Frodo, y ahora, también la suya, aunque no había conseguido que fuera una letra tan bonita como la de aquellos dos. Sus ojos reposaron sobre el alféizar de la ventana, abierta para dejar entrar el frescor de las últimas noches de verano, y su mente vagó al pasado. Allí,  también una noche, se podía decir que había comenzado su viaje cuando escuchó, a escondidas, la conversación entre el señor Frodo y Gandalf. Se dio cuenta de lo lejos que quedaba todo aquello y se preguntó por sus amigos, como había hecho cada noche en los últimos cinco años, desde que retomara la escritura de aquel libro que le dejara Frodo antes de marcharse. Había vuelto a escribir tras la muerte de su esposa Rosita. Una lágrima se derramó por su mejilla al recordar a su amada esposa.

Los gallos comenzaron a cantar poco antes del alba, aunque ya hacía mucho rato que estaba despierto. En verdad no había pegado ojo en toda la noche. A los pies de la cama reposaba una mochila preparada para el viaje.

El sol brillaba con intensidad entre las montañas, antes de dejarse ver por completo y el aire matutino aún tenía cierto frescor. Salió despacio, con su mochila al hombro y cerró la puerta de Bolsón Cerrado. En vez de tomar el camino principal se dirigió a la parte de atrás, donde había un magnífico jardín lleno de árboles gigantescos con hojas de un verde plateado increíble, el regalo de Galadriel a Sam, hacía ya también, demasiado tiempo. Aspiró con fuerza y la fragancia evocó aún más recuerdos. Avanzó, despacio, hasta las nudosas y enormes raíces de uno de los gigantescos árboles y depositó, sobre un pequeño montículo de tierra con una pequeña losa de piedra encima, una enorme rosa roja y espléndida. En la piedra, tallada, podía leerse la siguiente inscripción: “Mi preciosa Rosita”. Después de eso se dirigió a un palomar y tomó dos fuertes y jóvenes ejemplares, a los que ató dos pequeños mensajes en las patas. En uno de ellos podía leerse Gimli y en el otro Aragorn. Miró como las dos aves seguían juntas un trecho del vuelo y después se separaban, perdiéndose por completo de vista. Dejó la portezuela abierta para que el resto de aves pudieran salir si asó lo deseaban. Miró una última vez a su jardín, a Bolsón Cerrado y a la Comarca, antes de comenzar a caminar sin ya mirar de nuevo atrás.

Hacía más de una semana que dejara atrás Bolsón Cerrado, no pudo evitar preguntarse si alguno de sus hijos o nietos abría notado ya su ausencia y si habrían preparado una cuadrilla para salir en su búsqueda. Sonrió con melancolía mientras se sentaba bajo la sombra de una frondosa higuera. La mochila la dejó a un lado y el grueso bastón de roble con el que se ayudaba para andar, al otro. Tras descansar un rato, comenzó a preparar el fuego para cocinar un conejo que había cazado poco antes del amanecer.

El olorcillo de la carne asada aún estaba en el aire y Sam se encontraba recostado contra el tronco, medio dormido, mientras reposaba la comida, cuando le pareció escuchar una voz profunda y alegre que cantaba: ¡Hola, dol! ¡Feliz, dol! ¡Toca un don diló…!  Se incorporó, tan rápido como se lo permitieron sus viejos huesos, con el corazón acelerado, y miró a su alrededor. Al cabo de unos minutos meneó la cabeza con melancolía, mientras pensaba que su memoria le había jugado una mala pasado, ya que por un momento habría jurado haber oído la voz de Ton Bombadil cantando aquella canción, cuando viajaba junto al señor Frodo, Merry y Pippin, por el Bosque Viejo, al comienzo de todo y no eran más que cuatro hobbits asustados. Al recordar aquello se sintió tan viejo como era. Había pasado tanto tiempo que todo lo ocurrido empezaba ya a ser una historia, un cuento. «Un cuento», se dijo mientras sonreía pensando que era lo mejor que podía pasar, que todo aquello se convirtiera, simplemente, en una historia para contar a los niños y los no tan niños.

Sam miró a su alrededor, a través de aquellas dos lentes de cristal que le ayudaban a ver ahora que su vista estaba mermada por la edad, y vio como las hojas comenzaban a amarillear en algunos árboles y como, poco a poco, en el suelo empezaba a tejerse ya aquel manto crujiente de marrones, ocres y rojos.

El olor a sal le llegó a la nariz y sintió sobre su cara algunas gotas de agua. Sam se estiró y se esforzó por mirar adelante. Allí, ante él, estaban los Puertos Grises, semiocultos por la bruma. Al fin había llegado.

La arena estaba fría aquella mañana de veintidós de Septiembre. Sam miró al agua y más allá, al horizonte, esperando ver las velas de algún navío pero no vio nada. Sintió que el corazón le daba un vuelco.

Las horas pasaban y el sol cada vez estaba más cerca de dejar paso a la noche y sobre el agua no se vislumbraba ninguna nave. Suspiró mientras unas lágrimas comenzaban a brotar de sus ojos. Desde que había muerto Rosita sabía que algún día tendría que ir a los Puertos, lo sentía en sus huesos, en su alma, y allí se encontraría con Frodo, con Bilbo, incluso con Gandalf; pero ahora temía estar equivocado.

Un suave toque en el hombro lo despertó. Sam abrió y cerró varias veces los ojos, adormilado, y se puso los anteojos. Ante él había alguien y tras la figura, se veían algunas luces y otras figuras. El rostro de Sam, lleno de arrugas por la edad, esbozó una amplia sonrisa e intentó hablar, pero no podía, las emociones se habían atorado en su garganta.

–Hola Sam. –La voz era la del señor Frodo, que estaba igual de delgado que la última vez que lo viera, pero en su rostro ya no había atisbo de dolor, sólo se apreciaba una enorme paz.
–¡Señor Frodo! –Consiguió articular mientras ambos se abrazaban entre lágrimas de alegría por aquel reencuentro.
–Maese Samsagaz –se escuchó una voz grave a la vez que alegre, tras ellos –, ¿sólo pensáis saludar a Frodo?

Sam abrió los ojos de par en par, allí estaba también Gandalf, vestido de blanco, con su bastón del que salía una luz azulada.

–Lo sabía, sabía que tenía que venir y volver a veros.
–Feliz encuentro entonces –bramó entre carcajadas Gandalf mientras abrazaba a Sam con alegría.
–¿Y Bilbo? –preguntó.
–Te espera en la nave –afirmó Frodo.
–¿Entonces puedo ir con vosotros?
–Así es, Sam, ha llegado el momento.
–Terminé el libro, Señor Frodo.
–Lo sé, Sam, lo sé Y ahora, vamos, hay tanto que tienes que contarnos.


 Esto lo escribí hace mucho tiempo como un homenaje, tanto a la obra de JRR Tolkein, como de un personaje que para mi fue el mejor del libro: Samsagaz; y siempre desde el más profundo respecto y admiración. Es un posible final para Sam, imagino, ya que, aunque durante un corto periodo de tiempo fue portador del anillo único. Como sea, espero que os guste, especialmente si habéis leído El Señor de los Anillos y lo disfrutastéis.

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