El sonido rugoso, de la arena escapando por las costuras del saco, era una perfecta metáfora de como estaba acabando todo para él. Desde el suelo, mientras la vida se le escapaba en una tibia mancha carmesí, podía ver los diminutos cristales amarillos y naranjas lanzarse al vacío en alguna clase de cascada seca.
Ahora, mientras las sombras inundaban el brillo húmedo de sus ojos, y el silencio llenaba cada vez más sus oídos, se preguntaba si no habría sido más inteligente aceptar el soborno y dejarse caer en el tercer asalto; pero eso él no pudo verlo a tiempo, él tenía que ganar el título, tenía que hacerlo y no cabía otra cosa en su mente. Sin embargo, en esos precisos instantes, lograr el cinturón dorado de los pesos pesados no le importaba, ni lo más mínimo; ni siquiera le importaba el hecho de estar muriéndose. Lo único que le importaba era no haberle podido decir que la quería, que la amaba con locura. Pero ya era tarde, ya no había tiempo.
La arena dejó de caer y todo se volvió negro y vacío.
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