miércoles, 11 de septiembre de 2013

Cicatriz

Varios dedos por debajo del pezón izquierdo y a un lado del esternón acarició, entre triste y alegre, embriagado por una melancolía lejana, una fina, recta y rosada hendidura en su piel. Una cicatriz que no hacía demasiado que aún pudiera llamarla herida. Podía recordar los movimientos serpenteantes del espadachín encapuchado con total detalle. Incluso llegaba a sentir el corte preciso en su piel. La punta del arma plateada y helada sobre su cuerpo cálido. Su vista se posó primero en la sangre que escapaba perezosa de su cuerpo, más a cad latido. Luego sus ojos viajaron sin cortarse por el filo hiriente, para detenerse en la empuñadura de hueso y oro, repleta de filigranas abigarradas. Después encotraban los dedos, pequeños, delgados y ágiles, envueltos en un guante de cuero fino y elegante, negro. La piel del antebrazo se mostraba al descubierto, nívea, hasta el codo, donde se enrollaba la manga de una camisa, de un suave lila, que se perdía antes del hombro bajo una capa de azul oscuro como la noche. Bajo la capucha adivinó unos cabellos oscuros, largos, rizados y sedosos; un rostro pálido y blanco, adornado por unos labios de sangre y unos ojos de zafiro. El rostro de la mujer espadachín desapareció entre las sombras un instante antes que toda ella, envuelta en el abrazo de la noche, madre de las estrellas. Recordó su vano intento de alcanzarla con la mano, de evitar que se marchara, y como su cuerpo flaqueó, doblando las rodillas antes de caer al suelo. Despertó helado, con una herida que ya no sangraba pero que le dejaría una buena cicatriz, una que le recordaría toda su vida que se dió cuenta demasiado tarde de que la amaba...

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