Rembrand miró a la criatura que, a sus pies, se retorcía con dolorosos espasmos. La respiración del ser de piel azulada cada vez se hacía más débil y sonora. Una baba morada le desbordaba por la comisura de los labios y los ojos de pupilas rojas parecía que fuesen a salírsele y explotar. Entre la mueca de terror al saber que la muerte no tardaría en pasar a recogerlo, se lograba distinguir otra cosa, algo diferente, una pregunta que no podía formular con su garganta privada de todo aire, privada su lengua y privados sus labios de cualquier clase de fuerza. ¿Cómo? ¿Cómo? Esa era la pregunta no pronuncida en su rostro y que escapaba al horror paralizante de la cercana llegada de la parca. ¿Cómo?
-De verdad lo lamento, dador de deseos, de verdad. Lamento que hayas topado conmigo, que a fuerza de tantos deseos negados, de tantas heridas abiertas por los anhelos inalcanzables y que se torcieron, convirtiéndose en arena entre los dedos, y que el tiempo se negaba a curar. Al final quedé vacío de todo afan o sueño, y ahora no soy más que una cáscara que nada desea y que nada puede desear.
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