Rembrand miró a la criatura que, a sus pies, se retorcía con dolorosos espasmos. La respiración del ser de piel azulada cada vez se hacía más débil y sonora. Una baba morada le desbordaba por la comisura de los labios y los ojos de pupilas rojas parecía que fuesen a salírsele y explotar. Entre la mueca de terror al saber que la muerte no tardaría en pasar a recogerlo, se lograba distinguir otra cosa, algo diferente, una pregunta que no podía formular con su garganta privada de todo aire, privada su lengua y privados sus labios de cualquier clase de fuerza. ¿Cómo? ¿Cómo? Esa era la pregunta no pronuncida en su rostro y que escapaba al horror paralizante de la cercana llegada de la parca. ¿Cómo?
-De verdad lo lamento, dador de deseos, de verdad. Lamento que hayas topado conmigo, que a fuerza de tantos deseos negados, de tantas heridas abiertas por los anhelos inalcanzables y que se torcieron, convirtiéndose en arena entre los dedos, y que el tiempo se negaba a curar. Al final quedé vacío de todo afan o sueño, y ahora no soy más que una cáscara que nada desea y que nada puede desear.
jueves, 10 de septiembre de 2015
martes, 8 de septiembre de 2015
Fragmento
La
luz se filtraba a través de los pequeños resquicios entre las telas de colores.
Se levantó del jergón hecho con mimbres y salió al exterior de la tienda. Una
de las mujeres del campamento, al verlo, se acercó con un cuenco lleno de leche
y dátiles.
–¿Hambre? –preguntó con el acento de los
habitantes de las arenas.
El
hombre negó con la cabeza y contestó en la propia lengua de la mujer, sin
fluidez, cometiendo pequeños errores, pero incluso así comprensible. Algunos de
los que tenía alrededor rieron a su costa. Se sorprendía a sí mismo. No
recordaba quién era, ni cómo se había llegado hasta allí, tampoco nada de su
pasado y, sin embargo, era capaz de hablar aquella lengua que no era la suya.
Que no pertenecía allí lo sabían todos. Las diferencias físicas eran lo
suficientemente notables, empezando por una tez más pálida, además de una
altura superior a la de todos allí; también los rasgos en su rostro eran muy
diferentes. La tribu lo había encontrad en mitad del oasis, flotando bocarriba
e inconsciente, y si no habían acabado con él fue tan sólo porque el chamán lo
había impedido por algún motivo. El anciano brujo fue quien curó sus heridas y
le dio un nombre.
–¿Recuerda? –Volvió a hablar la mujer.
Ahora
sólo contestó con el gesto de la cabeza, hacia un lado y el otro, mientras
clavaba su vista en la enorme cordillera montañosa que tenían al Este. Las
montañas se elevaban tan altas que se perdían entre las nubes. No sabía el
porqué, pero sentía una intensa atracción por ellas. Rompiendo aquella especie
de llamada, comenzó a caminar, el sol aún no había despertado del todo por lo
que la temperatura todavía era agradable. Se alejó del campamento, acercándose
a la pequeña laguna que alimentaba el oasis y, quitándose la suave y ligera
ropa con la que lo habían provisto, se metió en el agua. Cuando salió,
chorreando, el viejo chamán aguardaba junto a sus ropas dejadas sobre una roca.
–Dos hombres –lo llamó con aquel nombre que
le había dado al despertar –. Hoy. Noche. Dos lunas. Es momento. –El anciano a
veces era difícil de entender porque siempre hablaba así, con palabras más que
frases.
Dos
hombres asintió, y el viejo pareció satisfecho con la respuesta gestual,
desapareciendo entre los arbustos.
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