Donarbé Defierro (DD)
El
cielo nocturno resplandecía cargado de estrellas en aquella noche sin luna. Las
calles, aunque muchas de ellas iluminadas, y los fuegos en las torres y almenaras
de guardia, no alcanzaban a restarle majestuosidad. El aire frío, pues el
invierno no parecía querer marcharse y la primavera aún no hacía por
permanecer, se colaba lentamente a través de la ventaba abierta. De no haber
sido por una pequeña corriente de aire que movió las cortinas e hizo golpear
los batientes, posiblemente no se habría dado cuenta. Confuso salió de la cama
caliente y se acercó a cerrarla. No recordaba haberla dejado abierta, por lo
que se asomó levemente al exterior esperando encontrar la causa por la que
podría haberse abierto. Examinó los pestillos y no encontró desperfecto alguno.
Cerró con un movimiento rápido y fuerte, corrió las cortinas y la tenue y
plateada luz del exterior dejó de filtrarse. Arrastró los pies hasta la cama,
se sentó y, en un movimiento volvió a tumbarse acurrucándose en el interior de
las sábanas bajo las mantas bordadas en oro. Mientras se acomodaba anotó
mentalmente que debía reprender a las criadas por dejar la ventana abierta.
El
tintineo de una moneda caer, rodar por el suelo y empezar a ondear antes de quedarse
por completo quieta lo sacó del pequeño sopor antes de volverse a quedar
dormido. Abrió los ojos con sobresalto y se incorporó con los ojos clavados en
las sombras de la habitación.
—¡¿Quién anda ahí!? —preguntó,
más con furia que miedo.
El
desenvainar de una espada se escuchó estridente en la oscuridad silente.
—No lo diré otra vez, ¿quién está
ahí?
Se
levantó y el somier de madera crujió. Avanzó un par de pasos y extendió la palma
de la mano que tenía libre. Un haz tenue de luz apareció y onduló por todo el
espacio, iluminando cada rincón con una luz pálida y anaranjada. Solamente una
sombra alta como un hombre permaneció oculta.
—¡Te lo advertí!
Señaló
la sombra, cerró el puño y se acercó con grandes zancadas al mismo tiempo que
armaba el brazo con el acero. No dudó en asestar un golpe con el filo. La
sombra se desvaneció.
Unos
aplausos lentos y pesados se escucharon tras él. Al girarse un hombre ataviado
con una pesada capa negra se sentaba a los pies de la cama.
—Eso está muy mal —dijo —, muy
pero que muy mal. Practicar la magia sin el conocimiento de los Magistrados.
—Estás vivo —escupió las
palabras.
—Para tu desgracia, sí —se
levantó.
—No me das miedo, Defierro —aseveró
mientras lanzaba otra estocada con mortales intenciones.
El
otro, ya de pie, acertó a esquivar el golpe echándose a un lado y girando,
poniendo parte de la cama entre ellos. Con un gesto invocó una especie de
energía verdosa que golpeó la espada la lanzó, fuera de la mano que la sujetaba.
El acero sonó estridente al golpear el suelo.
—No la necesito —bramó el hombre
que hasta hacía poco dormía plácidamente.
Movió rápidamente
los dedos, invocando símbolos invisibles y una fuerza opresora pareció cernirse
sobre Defierro, que la disipó sin apenas moverse o pronunciar palabra alguna.
—Por lo menos he visto que no nos
vendiste barato. Me siento elogiado.
—¡Vete al infierno!
—¡Oh, iré, pero tú llegarás antes
que yo!
Chasqueó
los dedos y las piernas del hombre se partieron como palillos. Antes de que
pudiera gritar un nuevo gesto le arrebató la voz. Luego fueron los brazos los
que se quebraron ante la fuerza invisible que Defierro parecía dominar. La
ventana se abrió nuevamente. De par en par. Ambos hombres se precipitaron hacia
el vacío. Uno voló hasta el tejado más próximo mientras el otro se precipitaba
contra el suelo con mortales repercusiones.
—La traición —dijo de Fierro al
aire mientras, desde la cornisa, mantenía los ojos fijos en el cadáver varios
metros más abajo —siempre tiene un precio. Y siempre, antes o después, se paga.