Camaris se agarró uno de los pocos mechones de pelo que le quedaban sobre la cabeza, lo estrujó y lió antes de soltaro y emitir un largo suspiro cargado de resignación.
--Es imposible --aseveró el anciano general --. Del todo imposible. ¡Maldita sea su estupidez! Si hubieramos atacado cuando el comandante Márel aconsejó y no cuando ordenó ese maldito bastardo advenedizo del hermano del rey, habríamos tomado la fortaleza sin apenas perder un hombre; pero ahora, ahora que se han acontonado todas las fuerzas renmitas vamos a necesitar toda el apoyo de Dios posible y una gran cantidad de buena suerte. --Escupió al suelo con desprecio --. ¡Malnacido! Tengo que enviar miles de hombres a la muerte por el capricho de un noble. Los odio. Los odio a todos.
--Dejádmelo a mí --solicitó una voz tras Camaris, que se volvió hacia su origen.
--¿Te has vuelto loco? Te matarán en cuanto te acerques a la muralla. Y aun cuando lograras acercarte al maestre Cornel y sus leales, ¿qué crees que sucederá? No son pomposos idiotas de palacio. Hablamos de hombres curtidos en batalla. Y no batallas cualquiera. Lo que hicieron en las Quebradas se estudia en todas las academias de guerra. Incluidas las de allende los mares. No. Morirás.
--Seguís sin tener fe en mis habilidades después de todo.
--Nunca he enviado a los hombres a una misión imposible. No voy a empezar ahora. El castillo caerá, pero habrá de acerlo como siempre se ha hecho, pagando el precio: tiempo y sangre, mucha sangre.
--Si os deja dormir mejor no me enviais, yo mismo lo hago. Al alba el castillo será vuestro.
--Estás loco, pero si lo que quieres es morir no seré yo quien te lo impida.
Camaris volvió otra vez su vista hacia el castillo, a lo lejos, sobre el pesado y desafiante peñasco. Las almenas se teñian de rojo. El atardecer moría a sus espaldas.